«Cuando los de arriba hablan de paz,
el pueblo llano sabe que habrá guerra»
Bertolt Brecht. Catón de guerra alemán. 1937-38
El pasado 6 de Diciembre, el presidente Estados Unidos, Donald Trump, reconoció a la milenaria Jerusalem como capital de Israel y anunció el plan para trasladar allí la Embajada estado-unidense. Fue una provocación en toda regla. Y el guión de otras ocasiones volvió a repetirse durante el fin de semana: manifestaciones palestinas de indignación y represalias sangrientas de las fuerzas militares israelíes. Es evidente: para la alianza entre la Admisistración imperial estado-unidense y la del Estado judío-sionista, mejor un conflicto enquistado que, periódicamente recurre a la guerra, que la paz. Está en juego el mantenimiento de la hegemonía imperial en Oriente Medio y de la pujanza de la industria militar, que no puede parar el ritmo.
La tragedia de la población originaria de Palestina comenzó, tal como en la actualidad se conoce, una vez terminada la tragedia previa de la Segunda Guerra Mundial y del holocausto judío provocado por la máquina de guerra del régimen nazi.
Palestina había sido convertida en una colonia del Imperio británico, definida en la jerga imperialista como “Mandato”, tras la Gran Guerra de 1914-18. Treinta años después, en Febrero de 1947, el Gobierno británico anunció su voluntad de dejar el Mandato, sin reparos para abandonar a su suerte el conflicto generado por la llegada de colonos judíos a las “Tierra Prometida”, fruto de la conocida como “Declaración de Balfour”, que legitimaba el establecimiento de un «hogar nacional» para el pueblo judío en la región de Palestina.
El 29 de Noviembre de 1947, el UNSCOP, el Comité especial de Naciones Unidas para Palestina, presentó sus recomendaciones a la Asamblea General, en la que el informe que abogada por la partición de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe, con un área que incluía Jerusalem y Belén bajo control internacional, se impuso al que, con sólo tres votos, era favorable a la construcción de un Estado unitario basado en principios democráticos.
Según el plan de partición, al Estado judío le correspondería la mayor parte de la zona costera, Galilea Occidental y el Neguev. Doce días después las poblaciones palestinas comenzaron a ser expulsadas de sus hogares. En Marzo, la ofensiva se convirtió en una limpieza étnica en toda regla. 70.000 palestinos tuvieron que abandonar el país.
El 14 de Mayo de 1948 el líder sionista y primer ministro de Israel, David Ben Gurión, proclamó el Estado de Israel. Dos días después estalló la Guerra de 1948 (Mayo 1948-Enero 1949) entre el Estado de Israel y las fuerzas de la Liga Árabe. Durante la guerra, Jerusalem, ciudad sagrada para musulmanes, judíos y cristianos, fue ocupada por Israel en su mitad Occidental. La mitad Oriental quedó bajo la jurisdicción de Jordania, hasta la Guerra de los Seis Días, en 1967, en que fue ocupada por Israel, junto con Gaza y Cisjordania. En 1980, Israel, haciendo caso omiso a las legítimas reclamaciones palestinas sobre la ciudad, aprobó la “Ley de Jerusalem” para anexionar la parte Oriental, que, desde entonces, está ilegalmente bajo su jurisdicción.
La derrota árabe en la 1ª guerra árabe-israelí se conserva en la memoria nacional palestina como la Nakbah, la “catástrofe”. En efecto, fue el inicio de la gran catástrofe del pueblo palestino. De los 850.000 palestinos que quedaron en los territorios que el plan de partición de la ONU había asignado al Estado judío, quedaron 160.000; en las zonas rurales la mitad de las aldeas fueron destruidas, arrasadas por las máquinas excavadoras, para crear asentamientos judíos con tierras para cultivar; ¾ partes del millón de palestinos de la zona judía de Palestina se convirtieron en refugiados, repartidos entre Cisdjordania, Gaza, Líbano, Siria y Jordania.
Los campos de refugiados se convirtieron en establecimientos permanentes. En ellos surgió el movimiento guerrillero palestino, con un doble objetivo: la creación de un Estado palestino y el retorno de los refugiados, una reivindicación, ésta última, que resulta muy complicado implementar después de la aceptación palestina de un Estado en los reducidos territorios de Gaza y Cisjordania.
Es el alto precio pagado por el pueblo palestino como consecuencia de la existencia del Estado sionista de Israel: agresión a poblaciones civiles, destrucción de aldeas, pueblos y ciudades, de escuelas, hospitales, casas, lugares de culto y campos de deporte, trato discriminatorio, como ciudadanos de segunda, en su ciudad sagrada, Jerusalem.
El Estado judío tiene la capacidad de hacerlo: fue puesto allí como muro de contención frente a la “amenaza árabe” derivada del control de los yacimientos petrolíferos, dispone del arsenal militar más potente de Oriente Medio, cuenta con la complicidad de los poderes establecidos en las grandes potencias, de los grandes medios de comunicación, dispuestos a justificar lo injustificable con el pretexto de combatir el “terrorismo”, el “integrismo”, sobre todo si puede ser asociado a “lo musulmán”.
En este contexto, la decisión de Trump ni siquiera merece explicación. Demuestra el desprecio más miserable por la vida humana y los derechos humanos.
Pero, algún día, algún día…
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