SOBRE REARME, DESARME Y SEGURIDAD
Al calor de la invasión rusa de Ucrania, las cancillerías de EEUU, la OTAN y la UE han venido transmitiendo un discurso en virtud del cual dicha invasión obedece a un proyecto expansionista del Kremlin frente al cual Occidente debe garantizar su seguridad impulsando el rearme. Esta posición, que forma parte de una construcción geoestratégica que señala a la Federación Rusa como la amenaza más directa para la zona euro-atlántica y a China como el rival sistémico de la Alianza en el Indo-Pacífico, se ha traducido, en la práctica, en una edición renovada de la Guerra Fría y, consecuentemente, en una expansión del armamentismo global. Dentro de este marco, se inscribe el rol de Israel como principal baluarte de la hegemonía occidental en Oriente Medio, lo que le permite mantener, en nombre del derecho a defenderse, un estado de guerra permanente en la región.
Unas consideraciones sobre el relato que vincula rearme y seguridad.
En 1982, hace 42 años, el gasto militar mundial ascendió a 700.000 millones de dólares. Este gasto incluía un arsenal nuclear con un potencial destructivo para el que las bombas de Hiroshima y Nagasaki resultaban ser puros artefactos rudimentarios e impotentes. El fin de la Guerra Fría, tras la caída del muro de Berlín (1989) y la disolución del Pacto de Varsovia y la URSS (1991), podría haber inaugurado en el mundo la “Era del Desarme y la Seguridad Colectiva”, pero no fue así. En vez de disolverse, la OTAN, perdida su razón de ser como alianza militar destinada a “contener el comunismo”, reformuló sus objetivos y se convirtió en una organización expansiva (incorporación, a partir de 1999, de países de la antigua órbita soviética, con la pretensión de incluir a Ucrania en 2019) e intervencionista (operaciones militares con bombardeos en la antigua Yugoslavia-1999-, Afganistán-2001-, Irak-2003- o Libia-2011-). En paralelo, el gasto militar siguió aumentando. Según el último informe del SIPRI (Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo), publicado el pasado 22 de Abril, el gasto militar global aumentó un 6,8% en 2023 y alcanzó un máximo de 2,44 billones de dólares, correspondiendo a Estados Unidos el 38% del total (916.000 millones de dólares), el 56% al conjunto de los países integrantes de la OTAN, el 12% a China (296.000 millones) y el 4,5% a Rusia (109.000 millones) A la luz de estos datos, que reflejan la clara supremacía militar de Estados Unidos y la OTAN en el mundo, ¿resulta verosímil que el discurso occidental invoque la seguridad frente a las supuestas amenazas procedentes de Rusia, China, el Sahel u Oriente Medio para justificar el rearme? En otras palabras, ¿quién amenaza a quién?
La idea que asocia la seguridad de un país o región con el rearme no está avalada por razón científica alguna. Durante las dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945) todos los países tenían ejércitos para defenderse unos de otros y, sin embargo, la devastación se extendió por todos. En realidad, es una idea que procede de un marco conceptual militar según el cual hay que armarse para estar seguros. Sin embargo, las cosas no están tan claras. El rearme no es sólo el aumento de la producción de armas, sino también el desarrollo continuo de nuevas tecnologías bélicas, cada vez más letales, lo que, en la práctica, pone en riesgo la defensa y la seguridad.
No, no es la seguridad lo que explica el rearme. Son otros los factores: en primer lugar, la propia lógica interna de funcionamiento de la industria bélica, que no actúa a partir de la evaluación de necesidades defensivas, sino en función de los intereses del llamado complejo militar-industrial (red formada por la rama militar de los gobiernos – ministerios de defensa e interior – , el ejército y la propia industria bélica); en segundo lugar, la competencia geopolítica entre potencias, cuyo origen hay que buscarlo en la voluntad de Estados Unidos de establecer, tras la Segunda Guerra Mundial, su hegemonía a nivel mundial y de neutralizar toda presunta amenaza a la misma; en tercer lugar, la permanente vigencia de una cultura que mantiene viva la idea de “amenaza” o “enemigo” para justificar el derecho incuestionable del Estado a armarse sin límites y decidir sobre la paz y la guerra, es decir, sobre nuestras vidas.
La inseguridad que genera el rearme no sólo está en la capacidad cada vez más destructiva de las armas o en las guerras que alimenta y de las que se alimenta. Tal inseguridad está también en el volumen sobredimensionado de recursos financieros que absorbe y que sustrae al desarrollo social en beneficio de las cuentas de resultados de las grandes empresas de armamento.
En conclusión: La seguridad, como fin deseable, no puede proceder de un medio, el armamentismo, que es su propia negación. Es el desarme el medio que fundamenta una seguridad real. La reducción de los armamentos dejaría sin combustible a la guerra, sin herramientas a la dinámica geopolítica de bloques y liberaría una ingente cantidad de capitales improductivos que deberían servir para abordar los grandes problemas que enfrenta la humanidad, como la catástrofe climática o las flagrantes desigualdades sociales y territoriales. Para ello, para que el despilfarro belicista se reconvierta en recursos para el progreso civil, hace falta voluntad política y, también, conciencia ciudadana. Dar una oportunidad al desarme es apostar por un modelo de seguridad basado en la solidaridad y la resolución pacífica de conflictos.
(En el encabezamiento, obra de Banksy representando a un soldado con un mortero lanzando claveles, referenciado en Lisboa el 25 de abril de 1974 en homenaje a la Revolución de los Claveles)
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