Durante la crisis iniciada en 2008, el discurso oficial atribuyó la responsabilidad de la misma a la población, por haber vivido “por encima de sus posibilidades”, y al Estado, por gastar más de la cuenta y generar un déficit público que, supuestamente, lastraba la actividad económica. Este diagnóstico sesgado, urdido en los despachos de la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, sirvió para justificar los programas de austeridad, impulsados de forma drástica en el país durante el mandato de Mariano Rajoy, que conllevaron la imposición de multimillonarios recortes en la financiación de los servicios públicos (educación, sanidad…) y las prestaciones sociales (pensiones, dependencia…).
En el caso de las pensiones, este discurso englobaba la idea de que la creciente proporción de personas jubiladas en relación con la población activa hacía insostenible el sistema público y que, para mantenerlo, no había más remedio que retrasar la edad de jubilación, aumentar el período de cotización para acceder a la pensión completa y reducir las futuras cuantías de las pensiones prolongando su período de cómputo; es decir, recortar en vez de producir mejor.
Sin embargo, las crisis sucesivas, derivadas de la pandemia del coronavirus y la guerra en Ucrania, han puesto en evidencia que para superar la crisis no hay que “recortar”, sino poner las instituciones públicas al servicio del bien común. En realidad, los programas de austeridad no estaban al servicio del bien común, sino de un modelo orientado a precarizar los servicios públicos y las prestacsiones sociales para, de esta forma, favorecer su privatización. En el caso que nos ocupa, es evidente que el relato que pone en cuestión la sostenibilidad de las pensiones públicas, promovido por bancos, cajas y aseguradoras, pretende promocionar los planes privados de pensiones que dichas entidades ofrecen. Los fondos de pensiones constituyen un suculento negocio y sus titulares disponen de un desmesurado poder económico.
Por todo ello, el acuerdo alcanzado el pasado 9 de Marzo por las fuerzas que integran el Gobierno de coalición, PSOE y Unidas Podemos, para la reforma de las pensiones públicas tiene una gran significación. Como se sabe, el proyecto pone el foco en el refuerzo de los ingresos, con un reparto más equitativo de las cotizaciones, y otorga a los trabajadores la posibilidad de elegir entre jubilarse teniendo en cuenta los actuales últimos 25 años de carrera laboral o los mejores 27 dentro de los últimos 29, según cuál sea la opción más beneficiosa. Descarta, por tanto, los recortes y, desde esta perspectiva, supone un punto de inflexión con respecto al patrón neoliberal dominante desde los años 80.
Desde luego, no estamos en presencia de un proyecto definitivo que asegure el futuro de las pensiones públicas. Para ello se requiere de un marco institucional plenamente garantista, que genere progreso económico, empleo de calidad, asegure una redistribución justa de las rentas y garantice los derechos sociales y unos servicios públicos de calidad. Sin embargo, no cabe duda de que la propuesta del Gobierno supera un viejo anatema y permite avanzar en la buena dirección.
Las pensiones públicas no son un gasto con el que la sociedad tiene que cargar. Son un derecho y, al mismo tiempo, una inversión dinamizadora de la economía.
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