En un post anterior (“Ofensiva reaccionaria contra Irene Montero y la Ley “del sólo sí es sí”) puse de manifiesto las incoherencias de la campaña de hostigamiento contra la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual (Ley del “sólo es sí es sí”), el Ministerio de Igualdad y su titular, Irene Montero, desplegada por las derechas político-mediáticas (PP, Vox y tribunas mediáticas afines), que atribuyen a la ley objetivos que invierten a conciencia sus intenciones, su espíritu y su propia letra. También me preguntaba si las reducciones de penas a hombres condenados por delitos sexuales dictadas por algunos tribunales desde Noviembre pasado, que desembocaron en algunas excarcelaciones, resultaban de una fiel y desinteresada aplicación de la misma o si obedecían a una maniobra judicial integrada en esta campaña.
En el momento en que acaban de ser aprobadas en el Congreso de los Diputados las leyes que regulan los derechos de las personas trans y el derecho de las mujeres al aborto (16-02-23) y la Ley del “sólo sí es sí” sigue siendo objeto de disputa, vuelvo a la cuestión con matices añadidos.
Durante todo el proceso de tramitación de la ley hasta su entrada en vigor, el pasado 7 de Octubre, las derechas político-mediáticas (PP, Vox y tribunas mediáticas afines) desplegaron un argumentario, bien centrifugado en las redes sociales, en el que se acusaba a la ley, poco menos, que de obligar a firmar contratos para tener relaciones sexuales, terminar con la presunción de inocencia o ser el fruto de un feminismo totalitario dirigido contra el hombre blanco heterosexual. En otras palabras, de ser una suerte de engendro punitivista donde las víctimas son los hombres.
Sin embargo, tras la difusión de las reducciones de penas antes mencionadas, estas mismas derechas no tuvieron el más mínimo pudor en cambiar este argumentario por otro radicalmente opuesto, consistente en culpar a la ley de favorecer a violadores y pederastas y desproteger a las mujeres, o sea, de ser en exceso permisiva.
Relatos contradictorios que, sin embargo, tienen algo en común: el uso consciente y estratégico de la falsificación, de hacer decir a ley lo que la ley no dice para que sirva de arma arrojadiza, lo que deja en evidencia, para quien quiera verlo, el transfondo de este modus operandi.
Así, equiparar el consentimiento, eje central de la ley, a la obligación de firmar un contrato para mantener relaciones sexuales es un mensaje que lleva implícita la idea que sitúa la condición de ser hombre en un plano de superioridad con respecto a la de ser mujer. De la misma forma, convertir el cambio legal que califica el delito de agresión sexual en función de la existencia o no de consentimiento y no de la actitud de las víctimas con respecto al agresor, convertir este cambio, digo, en un ataque a la presunción de inocencia de los hombres forma parte de un discurso que concibe los avances en derechos de las mujeres como una amenaza para los hombres. En fin, afirmar que la ley es expresión de un feminismo totalitario es pura paranoia conspiracionista.
Tampoco es cierto que la ley favorezca las reducciones de penas a agresores sexuales y que las revisiones de sentencias a la baja dictadas por algunos jueces hayan resultado de la estricta aplicación de la ley y no de la interpretación realizada por los propios jueces. Por el contrario, la ley permite mantener las antiguas penas, en aplicación del derecho transitorio regulado en el Código Penal y avalado por la jurisprudencia, y así lo evidencia el hecho de que la mayoría de los jueces que han revisado sentencias no hayan reducido las penas. El discurso sensacionalista que acusa a la Ley del “solo sí es sí” de poner a los violadores en la calle es, por tanto, una auténtica falacia que, con el pretexto de defender a las mujeres, lo que realmente hace es desviar el foco de la realidad lacerante a la que la ley pretende poner remedio: que más de un 90% de las mujeres que son víctimas de agresiones sexuales no lo denuncian y que, por tanto, hay agresores sexuales que, amparados en la impunidad garantizada por la legislación anterior, nunca han pisado un juzgado y víctimas que no han podido ver reparado el daño causado.
A la luz de lo dicho, resulta difícil descartar que los jueces que interpretaron el nuevo marco legal para rebajar condenas no hayan actuado de manera inocente. En el análisis histórico-político hay veces que no hacen falta pruebas cuando pueden sobrar las certezas y es evidente que las revisiones de sentencias a la baja, amplificadas en los grandes medios de comunicación y apoyadas en la derecha política, han operado como un misil dirigido contra la ley, el Ministerio de Igualdad y la línea de flotación de la coalición de gobierno del PSOE con Unidas Podemos.
Desde luego, no se puede decir que la ofensiva no haya tenido su efectividad. Con el telón de fondo de una alarma social artificialmente generada, la reforma de la ley se ha impuesto en la agenda política y ha conseguido dividir a los socios de la coalición, que, en el momento de escribir estas líneas, siguen sin llegar a un acuerdo para paliar lo que para el PSOE son “efectos indeseados” de la propia ley. Así, el pasado 6 de Febrero, el PSOE registró en solitario una proposición que, si bien mantiene la definición de consentimiento y un único delito, el de agresión sexual, sin volver, por tanto, a la anterior distinción entre abuso y agresión, establece dos subtipos delictivos, en función de la existencia o no de violencia e intimidación. Es evidente que, en la práctica, tal como señala el Ministerio de Igualdad, dicha proposición desplaza el consentimiento como eje central de la ley y encierra el riesgo de que la distinción entre abuso y agresión sexual se mantenga con otro nombre y, por tanto, que las víctimas de violación tengan que seguir pasando por el calvario de demostrar, con señales en su cuerpo, que se resistieron o enfrentaron al agresor para probar la existencia de fuerza e intimidación.
Resulta innegable que el modelo penal de las derechas para el tratamiento de la violencia contra las mujeres es el que distingue entre abuso y agresión en el acceso no consentido al cuerpo de las mujeres, es decir, el anterior a la entrada en vigor de la Ley del “sólo sí es sí”, y la proposición del PSOE parece acercarse al mismo. En este marco, un acuerdo entre el PSOE y el PP para reformar la ley sin contar con el Ministerio de Igualdad podría significar, en la práctica, una vuelta al modelo anterior. Recordemos, a este respecto, que el origen de la Ley del “sólo sí es sí” está en el clima de indignación y movilización social a que dio lugar el caso de La Manada, en 2016, en el que una violación grupal contra una joven fue considerada, en primera instancia, abuso y no violación al no presentar la joven señales de haberse resistido.
En la senda de los avances en derechos feministas, se impone, por tanto, un acuerdo dentro del Gobierno de coalición, apoyado por los socios de investidura, en el que la reforma de la ley parta del consentimiento como eje vertebrador de la misma, en línea con lo que ha sido una reivindicación histórica del movimiento feminista, recogida en el Convenio de Estambul, ratificado por España, que exige poner el consentimiento en el centro de la legislación contra la violencia sexual. De un acuerdo satisfactorio puede depender que las manifestaciones del próximo 8 de Marzo, Día Internacional de la Mujer, puedan ir más allá de la agenda reivindicativa y se conviertan en una fiesta que celebre el reconocimiento de nuevos derechos.
En todo caso, la ofensiva reaccionaria contra la Ley del “sólo sí es sí” no ha podido impedir la difusión en la sociedad de la cultura del consentimiento.
PD.- El consentimiento recíproco constituye el fundamento de toda relación afectivo sexual que se pretenda sana y saludable. Consentir significa estar activamente de acuerdo en las relaciones que se establecen con los demás. Es lo que surge de manera natural en los seres humanos cuando hay respeto y empatía.
Situar el consentimiento en el centro de una ley cuyo objetivo es acabar con la lacra de la violencia sexual contra las mujeres, como hace la Ley del “sólo sí es sí”, supone reafirmar el derecho de las mujeres a la libertad sobre sus propios cuerpos, entender que la libertad sobre el propio cuerpo significa que todo acceso al mismo debe ser consentido y considerar como violencia todo comportamiento que, de forma deliberada y consciente, atente contra dicha libertad. De ahí que la ley, a partir de estos principios, ponga fin a la distinción entre abuso y agresión sexual unificando ambos delitos en uno, el de agresión sexual, con las consiguientes graduaciones de penas en función de la gravedad de los delitos y de los agravantes que puedan operar en los mismos.
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