
En una sociedad basada en los desequilibrios flagrantes en el ejercicio del poder y el acceso a los recursos goza de mayor libertad quien dispone de mayor poder, de tal forma, que su invocación en abstracto en discursos y eslóganes por parte de minorías dominantes vinculadas a las oligarquías económica, política o mediática, dentro y fuera de nuestras fronteras, presupone la conversión de uno de los valores más excelsos de la convivencia humana en el privilegio de unos pocos para hacer y deshacer a su antojo, sin la más mínima consideración hacia los derechos de los demás.

En su acepción “popular”, en el sentido tradicional y no partidista del término, la libertad implica la capacidad del ser humano para autodeterminarse como ser racional, afectivo y social sin coacción externa. Sin embargo, el ejercicio de la libertad, como derecho inalienable de toda persona, anterior a toda legislación, sólo adquiere legitimidad moral cuando se apoya en el respeto a la libertad de l@s otr@s. De ahí que la libertad real, la que nos hace compartir nuestro proyecto de felicidad, no pueda disociarse de la igualdad de derechos para tod@s, es decir, de la justicia social.
En una sociedad democrática el progreso social, es decir, aquel que permite fraguar proyectos de realización personal y colectiva, ha de ir inseparablemente unido a la profundización del binomio libertad-igualdad. Ello significa una organización social y económica puesta al servicio de la distribución justa del poder y la riqueza, de la satisfacción igualitaria de los derechos básicos, de la eliminación de toda forma de discriminación y de la participación ciudadana en los asuntos públicos más allá del ejercicio del derecho al voto. Dicho de otro modo: la capacidad para el ejercicio de la libertad exige la igualdad en la distribución de las condiciones materiales necesarias para poderla ejercer.

Sin embargo, hay poderes bien visibles, ligados al conservadurismo más reaccionario, que utilizan la libertad como coartada para justificar o sacralizar acciones que poco tienen que ver con las libertades individuales y sociales. En nombre de la libertad de empresa se especula impunemente alterando el entorno o atentando contra la población; en nombre de la libertad de mercado se concentra la propiedad cada vez en menos manos en perjuicio de las economías más frágiles; en nombre de la libertad de información y de expresión se insulta, se engaña y se manipula; en nombre de la defensa de la libertad se provoca la guerra…

La libertad y la igualdad son las dos caras de una misma moneda y se complementan y completan mutuamente, sin limitarse. En la práctica supone el acceso común a los bienes que garantizan una vida digna para las personas, los bienes comunes. Algunos no lo entienden, quizás porque de forma perversa ven en las desigualdades sociales el corolario de las diferencias naturales de los seres humanos. Quizás algún día lleguen a entender que el apego enfermizo al poder, más que liberarlos, los convierte en esclavos del mismo.
No es casual, por tanto, que, a lo largo de la historia, la libertad y la igualdad, en estrecha asociación, hayan sido la fuerza motriz de las luchas colectivas de las sociedades humanas por la emancipación. Y lo seguirán siendo.

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