A lo largo de mis más de 30 años de profesión adquirí la costumbre de concluir mis clases preguntando al alumnado. “¿Ésto es mejor saberlo o no saberlo?”. Claro, la pregunta estaba servida para recibir siempre una respuesta positiva: “Mejor saberlo, profe”. A mí me venía muy bien escucharlo, ya que la Historia suele percibirse como el estudio del pasado y, por tanto, carente de utilidad práctica. Si lo hubiera entendido así, no me hubiera dedicado a ello.
Siempre que se iniciaba el curso, en la primera clase dedicada a definir lo que es y lo que no es la Historia, el alumnado se quedaba algo perplejo cuando, tras conversar sobre las ideas previas que se tenían al respecto, les decía que el objeto de la Historia es el estudio del futuro. Realmente, así lo pienso, y no porque crea que la Historia es un apartado de la ciencia ficción (más bien ocurre lo contrario) sino porque la experiencia me ha demostrado que su valor como ciencia social reside en el hecho de que, a la luz del pasado, permite entender el presente y posicionarse frente al porvenir. Este carácter científico lo pierde cuando el pasado se mira con los ojos del presente, que es la forma de mirar que interesa al poder para que no cambie nada sustancial. En otras palabras, la Historia hace diagnósticos, dialogando con el tiempo, que sirven para aportar soluciones de la misma manera que en medicina se diagnostica una enfermedad con objeto de curarla.
Sin andar con profundidades, pongamos un ejemplo: El impacto que tuvo la pandemia del COVID19 no se explica, entre otras cosas, sin los recortes que tuvieron lugar en la sanidad pública tras la recesión de 2008. Este diagnóstico es el que permite afirmar que reforzar la sanidad como servicio público es condición sine qua non para protegerse de otras pandemias que puedan llegar y salir de la crisis. No verlo así y pensar que todo ha sido un montaje orquestado por Bill Gates y George Soros para controlar a la población mediante la administración de vacunas puede servir para dar rienda suelta a la imaginación, pero no aporta solución alguna.
Volviendo al principio. A lo largo de toda mi vida profesional, siempre he intentado en mis clases vincular el estudio del pasado al conocimiento del mundo en el que se vive porque estoy convencido de que este conocimiento, entre otros, permite estar a gusto con uno mismo, es decir, ser feliz.
“El saber no ocupa lugar” es un dicho popular que encierra una enorme sabiduría. No me refiero a la sabiduría que se adquiere sólo leyendo, que está muy bien, sino a la que permite captar la esencia de las cosas, algo que es perfectamente compatible con no saber leer ni escribir. Lo he podido comprobar viajando por lugares dónde muchas veces se vive sobre el hilo de la supervivencia.
La convicción de que el saber no ocupa lugar es la llave que permite mantener viva la llama de la sabiduría: la curiosidad. En el siglo V A. de C., Sócrates lo formuló de otra manera: “Sólo se que no se nada”. Es curioso: Sócrates no escribió nada a lo largo de su vida, y no porque no pudiera, sino porque pensaba que los libros encorsetaban el saber y que el mejor modo de superar este escollo era dejar que el saber fluyera en la conversación. Un seguidor suyo, un tal Platón, no compartía la fobia de su maestro a los libros, que entonces circulaban por doquier en Atenas en forma de rollos de pergamino, y registró para el porvenir la sentencia llamada a convertirse en la clave del progreso del pensamiento.
“El saber no ocupa lugar”, “Sólo se que no se nada”: fórmulas simples para decir mucho.
Mati dice
Gracias por compartir esta interesante reflexión, qué importante es conocer, saber, ser crítico ante tanta desinformación y prejuicio.
Un placer leerte y escucharte