
Un papa es en esencia el jefe de un Estado teocrático, la Ciudad del Vaticano, organizado como una monarquía absoluta – electiva, por razones obvias –, y la máxima autoridad de una institución, la Iglesia católica, que gobierna sobre la conciencia de millones de fieles. Desde esta posición de poder, esencialmente conservadora, el Papa Francisco, sin embargo, encarnó una imagen de apertura inusual para los estándares de la institución.
Desde esta perspectiva, cabe preguntarse si esa imagen reformista fue solo el fruto de su personalidad o respondía también a la necesidad de la Iglesia de adaptarse a nuevos tiempos sociales, tras décadas de repliegue conservador.
Veamos:
El proyecto de “Iglesia de los pobres” abanderado por el Papa Francisco entronca con el legado del Concilio Vaticano II, promovido por el Papa Juan XXIII (1958-1963), que supuso la adaptación de la Iglesia, mediante una renovación doctrinal profunda, a los vientos de cambio social y cultural que soplaban entonces en el mundo. Años después, los pontificados de Juan Pablo II (1978-2005) y de Benedicto XVI (2005-2013) personificaron la versión vaticana de la cruzada neoliberal de Reagan y Thatcher contra el Estado del Bienestar, concretada en una fuerte reacción conservadora frente al espíritu renovador del Vaticano II. Ambos pontífices impusieron una restauración doctrinal centrada en la defensa rígida de la moral tradicional —familia, matrimonio, sexualidad, inicio y fin de la vida, entre otros—, acompañada de una estrategia de nombramientos episcopales que asegurara el éxito de esta línea neoconservadora.
Mario Bergoglio fue elegido papa en 2013, en un momento marcado por la resaca de la crisis financiera de 2008 y por la reciente eclosión del movimiento de los indignados en defensa de una democracia real (15-M, Occupy Wall Street, primaveras árabes..). Era una coyuntura en la que la Iglesia necesitaba ofrecer un nuevo rostro, una imagen de frescura y cambio, dentro, eso sí, de los parámetros impuestos por una de las instituciones más conservadoras del mundo.
En este contexto, el pontificado de Bergoglio supuso un cambio de prioridades respecto al período anterior. El Papa Francisco centró su discurso en todos aquellos asuntos que la extrema derecha global – desde Trump a Milei — agrupa bajo el rótulo despectivo de “agenda woke”: la paz, la justicia social, el cuidado del medio ambiente, los derechos de las personas migrantes o el respaldo a la población palestina frente al genocidio perpetrado por el Estado sionista. De ahí el odio que despertó entre los sectores ultra-católicos, que lo acusaron de “comunista”, “populista”, “demagogo”, “antipapa” e incluso de ser el “representante del diablo en el Vaticano”, mientras cosechaba simpatías entre amplios sectores del progresismo laico. Esa fue la paradoja de su pontificado.
Su progresismo, sin embargo, tuvo sus límites. Aunque denunció con contundencia las situaciones de violencia e injusticia social, se mantuvo fiel a la doctrina oficial en asuntos clave de la moral católica, como la identificación del aborto con un asesinato, el mantenimiento del concepto eclesiástico de “ideología de género” para criminalizar el feminismo, o la oposición al pleno reconocimiento del matrimonio igualitario. Precisamente esos ámbitos en los que la Iglesia conserva un poder real de influencia y transformación. En realidad, su apertura fue más discursiva que estructural.
Por eso, aunque el pontificado de Francisco haya representado un intento genuino de abrir ventanas en los muros eclesiásticos, no se debe olvidar lo que es la Iglesia como institución: una maquinaria colosal de poder e influencia, que ha funcionado como soporte global de un orden social jerarquizado, en función del rango y el género, y de una moral conservadora, que confunde los valores tradicionales que defiende con el orden natural.
La Iglesia católica no es ajena a las luchas por el poder. Tras la muerte del Papa Francisco, la batalla sucesoria entre los candidatos del sector conservador, alineados con la ultraderecha trumpista, y los del sector reformista está abierta. Los primeros buscan recuperar el control del timón y restaurar una Iglesia cerrada, moralista y alineada con las élites; los segundos, preservar el legado de Francisco. Sin embargo, ambos sectores coinciden en un objetivo común: la permanencia y continuidad de la Iglesia como institución. En realidad, por mucho que un papa quiera mover la barca de Pedro, seguirá siendo el capitán de una nave que se define por su continuidad. Para ello, hay que adaptarse a los tiempos.
Ilustración de la cabecera, obra de Luis Grañena
Nada que hacer…no tiene arreglo
Un abrazo