El triundo del líder del Partido de los Trabajadores (PT), Lula da Silva, sobre Jair Bolsonaro, el “Donald Trump tropical”, en las elecciones del pasado 30 de Octubre en Brasil tiene un profundo significado histórico, no exento de tintes épicos. Lula volverá a ser presidente de su país (sus dos mandatos anteriores transcurren entre Enero de 2003 y Diciembre de 2010) después de un proceso golpista político-judicial (lawfare) apoyado en fuertes sectores empresariales y los grandes conglomerados mediáticos, que tenía como objetivo derrocar al Gobierno del PT. Dicho proceso condujo, en 2016 , al impeachment de la presidenta Dilma Rousseff y, después, en 2018, al encarcelamiento ilegal de Lula, lo que dejó el camino despejado para que Bolsonaro, sin Lula en la carrera electoral, se convirtiera en presidente del país. Puede considerarse, por tanto, que la victoria de Lula es también el triunfo de la democracia frente a estrategias golpistas basadas en un uso fraudulento de la ley.
A este respecto, resulta lamentable que durante la cobertura del proceso electoral a dos vueltas, los grandes medios de comunicación hayan optado por dejar instalada en la sociedad la imagen de Brasil como la de un país polarizado, como si no fueran los bolsonaristas los que trabajan sistemáticamente en pro de la polarización, sin excluir para ello el boicot electoral y la violencia. Igualmente lamentable resulta que dichos medios hayan persistido en resaltar de la biografía de Lula su paso por prisión, con el fin de sembrar dudas sobre su honestidad política, sin apenas recalcar el hecho de que todas las sentencias contra él han sido anuladas por el Tribunal Supremo y que, por tanto, es inocente de todos los cargos que se le han imputado.
Este relato sólo puede generar confusión. Para entender la situación política de Brasil hay que tener en cuenta el contexto de ascenso global del neofascismo (ultra derecha, derecha radical, extrema derecha), representado en el país por Bolsonaro y el bolsonarismo. Se trata del ascenso de un movimiento, fuertemente anclado en posiciones de poder, que está intentando imponer en el mundo un nuevo paradigma con dos componentes-clave: la impugnación de la democracia como espacio de inclusión, identificado con los derechos humanos, y, en paralelo, la apuesta por un marco político autoritario en el que la guerra contra el proyecto progresista y la igualdad de derechos se camufle como defensa de los valores patrióticos. En otras palabras, un movimiento que pretende establecer un tablero de bandos en el que los derechos humanos y la construcción identitaria se sitúen frente a frente.
Así, el lema “Dios, Patria y Familia”, que invoca Jair Bolsonaro y el bolsonarismo, sirve como símbolo identitario de la nación brasileña y, al mismo tiempo, como arma arrojadiza contra las amenazas que, supuestamente, la ponen en peligro, como las atribuidas a “la izquierda”, el comunismo, el feminismo, el indigenismo, los derechos LGTBI o el movimiento contra el racismo.
Durante cuatro años, las políticas públicas desplegadas por el Gabinete de Jair Bolsonaro lo han demostrado: el lema “Dios, Patria y Familia” no define los principios que evoca por el valor que tienen en sí mismos, totalmente respetables, sino como justitficación ideológica pensada para apuntalar jerarquías y expulsar a los que sobran.
Ya en los primeros días de su Gobierno, levantó las restricciones que protegían la selva amazónica y las comunidades indígenas que habitan en ella para que latifundistas y garimpeiros (minería ilegal) pudieran ocupar las tierras protegidas y convertirlas en explotaciones agrícolas, ganaderas o mineras. Las poblaciones indígenas y el medio natural lo han estado pagando: las primeras, con la indefensión frente a la invasión y el matonismo, el segundo, con los incendios forestales que han abierto ingentes espacios de selva a la explotación económica. No es algo nuevo.
Asimismo, el Gobierno presidido por Bolsonaro, al tiempo que ha favorecido la expansión de las iglesias evangélicas, donde se encuentra su principal caladero de votos, y flexibilizado la posesión de armas en nombre de la legítima defensa, se ha dedicado, durante estos cuatro años, a proseguir la política de desmantelamiento de lo público iniciada por su antecesor Michel Temer en 2018, lo que ha tenido un impacto determinante en que Brasil vuelva al mapa del hambre de la ONU, con 61 millones de brasileños viviendo en situación de inseguridad alimentaria. Mucha religión, muchas armas para defenderse, pero subalimentación en un país que es una potencia mundial en la producción de alimentos.
Una observación más:
Durante los momentos más duros de la pandemia del Covid-19, Jair Bolsonaro, en línea con el relato elegido por gran parte de la ultraderecha internacional, con Donald Trump a la cabeza, adoptó posiciones próximas al negacionismo que, en ocasiones, adquirieron tonos delirantes, como cuando tachó de “gripita” la enfermedad o defendió los tratamientos con hidroxicloriquina, incluso después de que se demostrara que no servían para combatir la infección. El resultado es que, a día de hoy, Brasil acumula casi 690.000 muertes por Covid 19, uno de los países con una mayor mortalidad por esta causa.
No parece, por tanto, que el lema “Dios, Patria y Familia”, tal como es entendido por el bolsonarismo, exprese un modelo de sociedad que sea garantía de inclusión, progreso y bienestar. En realidad es un lema que, interesadamente, confunde la religión con el trato preferencial a las iglesias evangélicas, la patria, con un traje a medida del estamento militar y los lobbies de la agroindustria y el negocio armamentista y la familia, con un único modelo de familia (matrimonio heterosexual orientado a la procreación) situado por encima de los derechos de las mujeres y de las personas LGTBI u otras formas de familia. De todo ello, resulta un programa anti-social del que no cabe esperar solución alguna a los problemas reales de la sociedad brasileña (Desigualdades sociales, étnicas y de género, devaluación democrática, cambio climático, desforestación amazónica, pérdida del papel internacional jugado por Brasil como potencia regional y global…). Desde la óptica bolsonarista, siguiendo la estela de Trump, el enemigo no está en la injusticia, sino en quien la denuncia, que siempre puede ser denostado tildado de “comunista”. De esta forma, la guerra sucia, el bombardeo con fake news para promover el odio o la apología descarada de la dictadura y sus métodos represivos constituye la fórmula con la que el bolsonarismo suple su incapacidad para hacer propuestas que enriquezcan el debate político.
En contraste con los cuatro años de gobierno de Jair Bolsonaro, los años de Lula en la presidencia de Brasil tuvieron como objetivo primordial la reducción de las desigualdades históricas. Con este fin, puso en marcha una serie de políticas sociales como el programa Hambre Cero, que fue una de sus medidas estrella, y el Bolsa Familia, diseñado para garantizar el acceso a servicios públicos para las familias desfavorecidas en los ámbitos de la salud, la educación, la alimentación y la asistencia social. Estas políticas sociales dieron lugar a una disminución del número de pobres de 50 a 30 millones en 6 años. Además, con Lula como presidente, Brasil, miembro de los BRIDs y del G20, jugó un importante papel global.
Las elecciones del pasado 30 de Octubre han supuesto un triunfo para la opción progresista que representa Lula (60 millones de votos), pero han demostrado también la pujanza de las fuerzas que apoyan a Jair Bolsonaro (58 millones de votos) El bolsonarismo perdió el Gobierno, pero controla la mayoría de los gobiernos territoriales y dispone de mayoría parlamentaria. Eso significa que tienen fuerza suficiente para crear una situación de ingobernabilidad permanente y abrir un nuevo proceso golpista. Bolsonaro no ha llegado a reconocer la victoria de Lula. Durante las elecciones hubo retenes policiales en las carreteras para impedir que votantes de Lula pudieran acudir a los centros de votación. Algunos de los seguidores de Bolsonaro organizaron protestas denunciando fraude electoral y apelando a un golpe de Estado. Si Trump hubiese estado en la Casa Blanca, Bolsonaro, muy probablemente, hubiese denunciado un fraude electoral. Ahora, en Estados Unidos, los trumpistas pueden alzarse con el triunfo en las próximas elecciones a la Cámara de Representantes y al Senado. Veremos.
El triunfo de Lula se ha festejado en Brasil y gran parte del mundo. Consolida el avance de la nueva ola de gobiernos progresistas en América Latina y ha sido reconocido internacionalmente. Sin embargo, la situación no deja de ser incierta. Brasil, seguirá siendo, como América Latina, un territorio en disputa.
Francisco Jesús García dice
como siempre, buena descripción del marco en el que se despliega la contienda política en Brasil, que es una más -pero de más extensión e intensidad, y por lo tanto trascendencia- de las que se libran ahora mismo en el mudo.
Ahora mismo (20:17 del 9 de noviembre de 2022) más de 24 horas después de cerrar los colegios electorales en USA, todavía no se saben los resultados definitivos ni para el Congreso ni para el Senado de la primera potencia del mundo.
En Brasil, sin embargo, se supieron a las 3 horas del cierre.
Hay movimiento de placas tectónicas en el mundo supuestamente global del siglo XXI. ¿Habrá también terremotos?
Si los hay, no parece que vayan a ser revolucionarios en el sentido del siglo XX. En la mayoría de los territorios del planeta el progresismo se contenta con que no se hunda la democracia liberal.
Definitivamente, no había arena de playa bajo los adoquines.