“La primera víctima cuando llega la guerra es la verdad”. Esta frase, pronunciada en 1917, en plena Gran Guerra, por un senador estadounidense, sigue teniendo en la actualidad plena validez. Quienes, desde posiciones de poder, patrocinan la guerra invocan nobles principios para ocultar sus crueldades y autocelebrarse frente al “otro” al que, en paralelo, demonizan.
La acción homicida de Hamás en suelo israelí del pasado 7 de Octubre proporcionó al Gobierno carnicero de Netanyahu el praetextun belli para arrasar Gaza a sangre y fuego y perpetrar el mayor genocidio en la historia del siglo XXI. Según la liturgia discursiva pro-israelí, es la guerra de una nación que se defiende frente el terrorismo. Según la razón histórica, que no entiende de burdas justificaciones, el último episodio del plan sionista de construir el Estado nacional judío sobre la negación del derecho a la existencia del pueblo palestino.
Durante estos meses, en paralelo a la retransmisión en directo del genocidio y la escenificación de la hipocresía de la Casa Blanca y la UE, la solidaridad con el pueblo palestino se ha expresado en un amplio movimiento popular, de alcance global, con todo tipo de acciones de apoyo, que, en las últimas semanas, ha tenido un significativo colofón en las acampadas universitarias que se han extendido desde Estados Unidos y Méjico a Japón y Australia pasando por España. La reacción del Gobierno de Netanyahu ha sido la de criminalizar las protestas acusando a quienes se movilizan de antisemitismo y de hacer el juego a Hamás. Esta acusación perversa no es nueva. Forma parte de un marco más amplio en el que el Estado de Israel se atribuye una filiación histórica con el Holocausto para legitimarse a sí mismo y, a la vez, deslegitimar a quien critica sus atropellos contra el derecho internacional. Sin embargo, la razón histórica, de nuevo, va en sentido contrario: el Estado israelí no es hijo del Holocausto, sino del sionismo y el sionismo no es la expresión política del judaísmo, sino del nacionalismo de raíz étnico-religiosa, que lo emparenta, aunque parezca paradójico, con el antisemitismo.
En efecto, el sionismo surgió, en el último cuarto del siglo XIX, como un contrapunto del antisemitismo europeo que, con muchos siglos de antigüedad, había recibido un nuevo impulso en el siglo XIX, al compás de la euforia nacionalista y racista generada por la expansión de las potencias coloniales. En un principio, el sionismo se configuró como un proyecto nacionalista, que pretendía reunir a los judíos de Europa en un hogar nacional, pero pronto se convirtió en un proyecto colonial cuando sus líderes, con Theodor Herzl a la cabeza, decidieron ponerlo en práctica en Palestina, mediante colonias de asentamiento que sentaran las bases de un futuro Estado judío.
El movimiento sionista, que sólo era una propuesta minoritaria entre otras opciones para enfrentar el racismo anti-judío, fue respaldado por importantes magnates judíos, como los Rothschild, y recibió el espaldarazo definitivo del Gobierno imperialista británico. Tras el fin de la Gran Guerra (1914-1918) y apoyándose en la Declaración de Balfour de 1917, que abogaba por la creación del mencionado hogar nacional, las autoridades del Mandato Británico en Palestina (1920-1948) favorecieron la instalación masiva de colonos judíos con la intención calculada de que un futuro Estado europeo fuera de Europa permitiera al capitalismo occidental controlar el petróleo de la región y el Canal de Suez. De esta forma, el sueño de las élites antisemitas que querían a los judíos fuera de Europa confluyó con el de los líderes sionistas que los querían agrupados en un Estado propio, pero, eso sí, aliado de Occidente.
Así empezó la historia que desembocó, en Diciembre de 1947, en el plan de la ONU de partición de Palestina en dos estados y en la creación, en Mayo de 1948, del Estado de Israel. Desde entonces, el proyecto sionista de construir un Estado apoyado en el mito supremacista de la etnia-nación judía se ha traducido en la aplicación sistemática de planes de despojo, segregación y exterminio de la población palestina, que han tenido su trágica culminación en el actual genocido en Gaza. Con ello, el Estado israelí se ha hecho artífice de un holocausto, el Holocausto palestino, que lo hermana con el nazismo, traicionando la memoria antifascista del propio Holocausto judío. Quien perpetra un genocidio no sólo atenta contra el derecho a la dignidad y la vida de las víctimas, sino también contra el valor universal de los derechos humanos. En este sentido, acusar de antisemitismo al movimiento pro-palestino es la mentira belicista que sirve para censurar la crítica al Estado israelí y ocultar que la causa palestina es, también, la causa por los derechos de la humanidad.
Es de justicia, por tanto, apoyar las tres reivindicaciones básicas de las actuales protestas estudiantiles:
1) Detener el genocido en Gaza y la violencia contra población palestina desplegada por fuerzas militares y colonos en Cisjordania.
2) Suspender la colaboración militar y económica con el Gobierno de Israel, incluida la colaboración con las universidades del país.
3) Creación y reconocimiento del Estado palestino.
Como se puede observar, no se pide el desmantelamiento del Estado de Israel. Desde luego, la inteligencia solidaria permite distinguir entre judíos y genocidas.
Imagen del encabezamiento tomada de la web de la FADSP
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