Han transcurrido más de dos meses desde los atentados de Hamás en territorio israelí y la declaración del estado de guerra por el Gobierno de Netanyahu. Desde entonces (7 de Octubre), venimos asistiendo a la retransmisión en directo de un genocidio, perpetrado por el Ejército israelí contra la población palestina de Gaza, que ha ido acompañado de un incremento de la violencia de las fuerzas militares y de seguridad, así como de colonos israelíes, contra los palestinos de Cisjordania y Jerusalén Este.
El Gobierno israelí invoca el derecho a la legítima defensa, pero la ley que aplica es la del más fuerte. Hamás es la excusa, no la amenaza. El Estado israelí, que es el más poderoso de Oriente Medio, dispone de capacidad y herramientas para neutralizar a los milicianos islamistas. La verdadera amenaza para los sionistas que gobiernan las instituciones israelíes es la existencia misma del pueblo palestino, que constituye un obstáculo al proyecto colonial de creación del Gran Israel.
Por eso, las vidas de los palestinos no importan. Todos son culpables, sean civiles o militares, niños o adultos. Por tanto, pueden ser masacrados, despojados y deportados en una campaña de terror, cuyo objetivo real es consumar el proceso de ocupación y limpieza étnica iniciado tras la proclamación del Estado israelí en 1948. Para justificarlo, la propaganda sionista inventa patrañas, como la de que Hamás utiliza a la población civil como escudo humano, con tal de justificar los bombardeos sobre hospitales, escuelas o campos de refugiados, cuyo fin no declarado es no dejar a la población palestina más opción que la de huir, morir o someterse. Que la lógica de la guerra sea perversa no significa que no tenga lógica y si algo caracteriza a la propaganda de guerra, en este caso la israelí, es la ausencia absoluta de lógica.
Por todo ello, resulta lastimoso que la tregua pactada entre el Gobierno de Netanjahu y Hamás para el intercambio de rehenes israelíes por prisioneros palestinos, entre el 24 de Noviembre y el 1 de Diciembre pasados, sólo haya supuesto una pausa en la ofensiva israelí; que el 8 de Diciembre, Estados Unidos vetara una resolución en el Consejo de Seguridad de la ONU en favor de un alto el fuego en Gaza; y que las cancillerías occidentales invoquen el derecho humanitario y la solución de los dos estados mientras reconocen el derecho de Israel a defenderse y no adoptan medidas de presión para lograr un alto el fuego permanente. Todo ello no hace más que mantener vivo el relato que llevó a justificar las agresiones bélicas contra Afganistán e Irak, impulsadas por la Casa Blanca bajo la presidencia de George W Bush en 2001 y 2003, respectivamente. Y la víctima, como ocurre siempre en las guerras, es la verdad, que tiene que abrirse paso a trompicones.
En el mundo global en el que vivimos, esta historia no es sólo la de un genocidio en concreto. Es también la de un orden mundial donde cualquier pretexto puede servir a Estados Unidos o sus aliados para desencadenar y justificar una guerra en cualquier parte del mundo, siempre y cuando sean ellos quienes la lleven a cabo. Pero, en contrapartida, es también la historia de las situaciones de opresión que, en cualquier lugar del mundo, convocan a la verdad frente a las ficciones que legitiman la injusticia, a la dignidad humana frente a la ley del más fuerte, al derecho a recordar y ser recordado frente a la amenaza del olvido, a la empatía frente al servilismo y la indiferencia. En otras palabras, es también la historia de la esperanza como motor del cambio.
En la cabecera, el grafitti también es de Banksy
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