La Navidad no nació originalmente como una fiesta cristiana. El 25 de diciembre no aparece en los evangelios como fecha del nacimiento de Jesús. Su origen se vincula a las antiguas celebraciones del solsticio de invierno en Europa, el momento del año en que la luz comienza a imponerse a la oscuridad. En el mundo romano, esta tradición fue integrada en festividades como las Saturnales y el culto al Sol Invictus, que celebraban el retorno del sol tras la noche más larga del año. Eran fiestas de carácter marcadamente festivo y transgresor, con banquetes, intercambio de regalos y una inversión simbólica del orden social: los esclavos podían sentarse a la mesa con sus amos, se suspendían normas estrictas de conducta pública y se toleraban comportamientos ajenos a las convenciones establecidas.
Cuando el cristianismo se institucionalizó y se convirtió en la religión dominante del Imperio romano, a partir del siglo IV, la Iglesia —a través de sus autoridades episcopales— optó por resignificar estas celebraciones profundamente arraigadas. Se mantuvo la fecha y el carácter festivo, pero se transformó radicalmente su sentido: el desorden ritual y la exaltación solar fueron sustituidos por una celebración centrada en el nacimiento del Mesías redentor y en el orden moral cristiano. La Navidad es así el resultado de un proceso histórico bien documentado de cristianización de fiestas paganas, en el que una antigua celebración del ciclo solar fue convertida, por decisión institucional de la Iglesia, en la conmemoración del nacimiento de Cristo como símbolo de la luz. Y así, hasta hoy. ¿Qué sería de la humanidad sin mitos?
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