Me duele Nicaragua, especialmente desde que la rebelión ciudadana iniciada el pasado mes de Abril por los estudiantes universitarios fuese reprimida de manera sangrienta por el Gobierno presidido por Daniel Ortega, líder sandinista ayer y hoy traidor en toda regla, utilizando medios que nada tienen que envidiar a los tradicionales de las dictaduras militares que sembraron la devastación en América Latina durante las décadas de los 60, 70 y 80 del pasado siglo y de la propia de Anastasio Somoza, derrocada por la Revolución sandinista de 1979: uso de fuego real contra manifestaciones de protesta pacífica, detenciones arbitrarias, interrogatorios, torturas y desapariciones forzosas, todo ello en un contexto de opacidad informativa impuesta por el Gobierno danielista y sus instituciones. Y me duele especialmente, digo, porque he sido testigo directo del papel vital que la cultura de las puertas abiertas y la reciprocidad tiene en el temperamento cultural nicaragüense, del profundo amor que los “nicas” sienten por la paz, por la justicia y por su “paisito”, “Nicaragüita”, como lo llama Carlos Mejía Godoy, referente imprescindible de la cultura popular de este país hermano. No hay derecho, ¡coño!, a que el pueblo nicaragüense tenga que ser víctima de las miserias no reconocidas de un poder putrefacto, que actúa como una máquina trituradora de felicidad social. ¿A qué hay que esperar para poner en marcha los mecanismos de la solidaridad compartida?
Hay que decirlo alto y claro: la historia del proceso histórico iniciado en Nicaragüa con la Revolución de 1979 ha sido la de una revolución que comenzó colmando sueños y acabó traicionada, en una metamorfosis de derechización, “reaganización” y neoliberalización que ha terminado reproduciendo todo aquello contra lo que combatió. El conjunto de medidas que provocaron el movimiento insurreccional de Abril (aumento de las aportaciones a la Seguridad Social del 3,5% para la patronal y del 0,75 para la población asalariada, el recorte en un 5% de las pensiones de jubilación actuales y la disminución de las futuras en un 12%), todo un plan de ajuste neoliberal en un país ya de por sí empobrecido por el capitalismo depredador, no fueron más que la gota que vino a confirmar la deriva dictatorial del régimen y rebasó el vaso de agua, tras más de una década de abusos, corrupción y nepotismo, iniciada en 2006, tras el triunfo electoral de Daniel Ortega. Durante mi estancia en Nicaragua, en 2014, fui testigo de la consideración que el sector danielista merecía en el seno del sandinismo: la de un grupo de estómagos agradecidos que no habían tenido reparo alguno en claudicar de los principios que guiaron la revolución de 1979, en la que fueron derramadas tantas lágrimas, tanta sangre. Y esta valoración incluye a viejos conocidos del sandinismo en España, como Ernesto Cardenal o Sergio Ramírez, o novelistas de la talla internacional de Gioconda Belli, auténticos referentes del compromiso con el bien común.
El régimen encabezado por Daniel Ortega, junto a su cónyuge Rosario Murillo, se autodefine como socialista y cristiano; pero, en la práctica real, esta definición y la retórica izquierdista y anti-imperialista que la acompaña sólo sirve para legitimar el Estado-canalla, en la terminología de Noam Chomski, impuesto en Nicaragua a lo largo de la última década.
El resultado de todo ello es que hoy la ciudadanía nicaraqüense vive bajo una auténtica situación de incertidumbre, pánico y terror, con una suerte de toque de queda autoimpuesto por el miedo a salir a la calle tras las 19,00 horas y toparse con las fuerzas armadas del régimen, policiales y paramilitares, que, indispuestas para accidentes, robos o cualquier cosa que se le parezca, paran, revisan, roban teléfonos móviles y, si encuentran algo “sospechoso”, golpean y detienen, o autoinculcado por el temor a la indefensión ante la imposibilidad, por prohibición gubernamental expresa, de recibir atención médica de manera abierta en los hospitales en caso de heridas provocadas por la represión violenta de las protestas. En definitiva, es de nuevo el pueblo, como en la dictadura de Somoza, el pueblo sufrido que históricamente ha luchado por la libertad y la justicia social, el que sigue siendo vilipendiado, agredido, engañado, atrapado en el círculo vicioso del empobrecimiento, el incremento del desempleo y la opresión política.
La revolución de 1979, liderada por el FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional), la organización revolucionaria que, con poderosas razones éticas, canalizó los sueños emancipatorios de una población ensangrentada por 45 años de dictadura servil al imperialismo estadounidense, hoy es sólo la franquicia utilizada para legitimar un régimen oligárquico en el que confluyen: un sector de viejos guerrilleros reconvertidos en “nuevos ricos”, a la antigua usanza del caudillismo latinoamericano; la vieja comandancia militar de la “contra”, que, en los años 80, le hizo la guerra a la revolución con la financiación estadounidense, fruto de la “paranoia anticomunista” del presidente-gendarme estadounidense Ronald Reagan; los partidos “zancudos”, es decir, colaboracionistas; el gran capital de inversores foráneos y locales, que gozan de todo tipo de subsidios y prebendas, y la jerarquía católica ultra-conservadora, con la que Daniel Ortega no ha tenido rubor en pactar. Todo ello con el beneplácito de “los gringos” y el apoyo de los gobiernos venezolano y ruso. Fue, precisamente, el petróleo venezolano, llegado a Nicaragüa durante el mandato de Hugo Chávez, el que permitió a la pareja Ortega-Murilo enriquecerse, favorecer a parientes y allegados y convertir la política social, admirable en los inicios de la revolución, en un mecanismo de formación de redes clientelares donde enjaular el voto. Sólo una anécdota, a este respecto, sobre lo que fue “vox “populi” en Nicaragüa a propósito de las últimas elecciones, en 2016: decía la gente, refiriéndose al “gordo Rivas” (Presidente del Consejo Supremo Electoral) que los resultados ya los tenía y que sólo le hacía falta montar la pantomima de las elecciones. Hay algo admirable en Nicaragüa: a pesar de las dificultades, todo el mundo sabe de política. Doy fe.
Por todo ello, no podemos caer en el engaño. El discurso político del que el gobierno de Daniel Ortega hace gala no obedece a compromiso alguno con la lucha por la liberación de los pueblos del yugo imperialista, sino por la situación que juega Nicaragüa en el tablero geopolítico actual, marcado por el tránsito del unilateralismo hegemonizado por Estados Unidos tras la caída de la URSS al sistema multipolar surgido de la progresiva emergencia de Rusia y China. En el contexto de esta situación se inscriben las alianzas establecidas por el Gobierno danielista con China, para la construcción del Canal Interoceánico de Nicaragua, una mega-construcción que rivaliza con el Canal de Panamá, bajo control estadounidense, y con Rusia, para diversos proyectos militares, entre ellos la compra de 50 tanques T72, con el riesgo que ello supone de alimentar una carrera armamentística en América Central. Nada que ver con la solidaridad Sur-Sur, bajo la cual se presenta dicha política exterior. No es casualidad que entre el sinfín de represaliados del régimen orteguista se encuentren los líderes “anticanal”.
Vuelvo al principio: Me duele Nicaragüa, pero también me duele y, por ello, denuncio:
1) La absoluta insensibilidad de la política exterior de los gobiernos españoles hacia las gentes de Latinoamérica, más preocupados por abrir espacios a las transnacionales hispanas que en entender la necesidad de estrechar lazos de cooperación y solidaridad compartida con el continente hermano, un continente que sólo cuenta para el establishment español cuando hay que utilizar, tergiversando y falseando, situaciones como las de Cuba y Venezuela en función de exclusivos y espúreos intereses de política interna.
2) La insultante mojigatería de un amplio sector del progresismo ibérico, anclado en los años 80 del pasado siglo, incapaz de quitarse la venda de los ojos, rebelarse contra aquellas informaciones que se alinean con una visión del mundo esclerotizada y de apreciar el valor de la reciente rebelión popular en Nicaragüa, impulsada, al igual que la del 15M en España, por jóvenes guiados por los anhelos de libertad y justicia, muchos de los cuales han pagado con su vida o con el auto-exilio a países de la región, fundamentalmente Costa Rica.
A modo de conclusión: El pueblo de Nicaragüa necesita una nueva oportunidad para decidir su destino, sin salvadores mesiánicos y, por supuesto, sin permitir que los vampiros del neoliberalismo al acecho se sirvan de la situación para criminalizar el progresismo usando su arma favorita: la propaganda del odio irracional politizado. Si hay algo contrario al progresismo es la existencia de un régimen presidido por un aspirante a caudillo que se ha hecho millonario a costa del expolio de la ciudadanía, que no ha dudado en usar la concentración oligárquica del poder para robar y asesinar y que, si nadie lo remedia, puede dejar como legado un país sin otro pronóstico que el del hambre, la enfermedad, la injusticia, los juicios a puerta cerrada y la represión.
Reservo para otro momento el análisis histórico del proceso vivido en Nicaragüa desde las esperanzas generadas por la Revolución sandinista. ¡Si Augusto César Sandino levantara la cabeza! Hoy, son tiempos de solidaridad con el pueblo nicaragüense. ¡Progresistas, abramos los ojos, ya!
PD1.- El presente artículo es deudor de las valiosas aportaciones de M…., ex-combatiente sandinista que me abrió las puertas de su casa, su familia y sus allegados en Nicaragüa
PD.- Una pregunta para Pedro Sánchez, Presidente del Gobierno español: ¿Para cuándo una política exterior independiente, progresista y solidaria del Gobierno español con América Latina?
Rene dice
Hostia que buen post!!!! Lo que he aprendido y ademas realmente bien escrito!! venga abrazo! Hasta la proxima.