La aprobación en el Parlament de Catalunya, el pasado 6 de Septiembre, con los votos favorables de Junts pel Sí y de la CUP, de la ley para convocar un referéndum el próximo 1 de octubre, con el fin de que la ciudadanía decida si Catalunya ha de convertirse o no en un estado independiente, y, al día siguiente, de la Ley de Transitoriedad, que regula la transición hacia la nueva república catalana, constituye un hito histórico-político que sitúa claramente el proceso impulsado en Cataluña en favor del “derecho a decidir” en un punto de no-retorno.
La clave de la actual polarización entre unionismo e independentismo está en la impugnación en 2010 por el Tribunal Constitucional español, a instancias del Partido Popular, del Estatuto de Catalunya de 2006, aprobado por los parlamentos catalán y español y refrendado por el 74% de los votantes de Catalunya. La sentencia, por tanto, implicaba la desautorización de los parlamentos español y catalán, la usurpación de la palabra a la ciudadanía catalana y la estimación de la consulta popular del 29 de Noviembre de 2014, en la que 1 millón 800 mil personas votaron a favor de la independencia de Cataluña, como un delito. Así, el papel de la institución, como garante de las libertades democráticas quedó fuertemente cuestionado.
Es evidente, que nada bueno puede esperarse, además, de las posiciones y comportamientos cavernarios desplegados en todos estos años por el establishment político-jurídico-mediático (y de no pocos usuarios de la web) que asocian la convocatoria, plenamente democrática, con un “golpe a la democracia”, haciendo gala de un discurso”, no exento de fobias ultraderechistas, que combina ignorancia histórica, ceguera política e interés demedido en intoxicar y manipular en un cóctel explosivo de “política tóxica” ¡ Perversión del lenguaje, derecho a la información veraz mancillado! ¡Visiones segadas que parasitan la razón!
Para entender la realidad, se requieren otras herramientas: las que la ciencia histórica concede.
Veamos:
El conflicto en torno a la reivindicación del derecho al autogobierno o la autodeterminación de Cataluña, forma parte del más amplio conflicto terrirtorial, expresado en la “cuestión nacional”, que ha sido una constante desde la construcción de España como Estado-nación a partir de la Constitución de Cádiz de 1812. (Antes, España no existía)
En línea con el ciclo de las revoluciones liberales impulsadas por la Revolución Francesa de 1789, el proyecto de España como “nación” fundamentó la lucha de la burguesía liberal para romper las trabas impuestas por el Antiguo Régimen a la expansión del capital. De ahí que, frente a la fragmentación del territorio en áreas locales bajo poderes señoriales, con sus impuestos, peajes y sistemas de monedas, los privilegios señoriales vinculados a las mismas y el carácter patrimonial de la monarquía absoluta, el ideario de la burguesía liberal identificara la nación española con el Estado unitario y el mercado nacional unificado, necesarios ambos para garantizar la libre circulación de mercancías y capital. Así fue como el nacionalismo español se configuró como un nacionalismo de estado de la mano del liberalismo. A partir de este origen se fueron configurando las distintas maneras de entender la nación española.
En el nuevo Estado liberal la burguesía se reservó la representación de la soberanía nacional mediante la limitación del voto a quienes dispusieran de un determinado nivel de renta, excluyendo a los sectores populares y a las mujeres. Si bien en un principio la democracia liberal diseñó un escenario en el que podían proyectarse las aspiraciones populares, la consolidación de la nación como “democracia de propietarios”, a partir del proceso desamortizador inicuiado en 1837, dio lugar a que surgieran diversos proyectos con el objetivo de dotar de representación real al conjunto del pueblo a través del sufragio universal y la distribución justa de la riqueza, ensamblando lo social y lo nacional. Desde que a partir de la Restauración borbónica en 1874 “lo español” comenzó a utilizarse de parapeto para combatir el federalismo republicano-popular y el internacionalismo proletario, el nacionalismo español hubo de vérselas con el nacionalismo catalán y el resto de los nacionalismos internos.
Al nacionalismo de estado corresponde la consideración del pueblo español como la suma de todos los españoles con una identidad común forjada desde tiempos remotos y fundamento del vínculo con la “madre patria”. Esta concepción no ha generado el necesario consenso ciudadano, en el que se basa la solidez de una nación, y constituye la base ideológica de la tensión entre el nacionalismo español, que no concibe otra nación que no sea España, y el nacionalismo catalán, entre otros, que reivindica para sí la misma condición de “nación”, con todos los derechos asociados a la misma. En esta pugna se enfrentan las dos formas básicas de entender la nación, tanto en el ámbito español como en el catalán y en el del resto de los nacionalismos internos: la del nacionalismo conservador, que identifica la nación con una realidad heredada, independiente de las voluntades individuales (“somos porque somos”), y la propia del “nacionalismo cívico”, que la concibe como la asociación libre de los habitantes de un territorio, dotados de derechos y, por tanto, de soberanía (“somos porque queremos ser”) A su vez, ambos nacionalismos suelen ir acompañados de sentimientos profundamente arraigados, como el orgullo nacional, con una gran fuerza movilizadora.
La cuestión nacional, siempre latente en la historia contemporánea de España, no puede disociarse de la cuestión social. La burguesía española anudó sus intereses económicos en torno a la unidad del Estado español y la burguesía catalana, excluída del poder político español, hizo lo propio, a partir de la primera década del pasado siglo, en torno a la reivindicación de Cataluña como comunidad política diferenciada, siempre y cuando, todo hay que decirlo, esta reivindicación no atente contra sus intereses de clase. Para ambas élites la igualdad en “lo nacional” ha servido tradicionalmente para enmascarar la desigualdad en “lo social” y neutralizar la rebeldía social. Por el contrario, para las alternativas con contenidos populares, el proyecto nacional está indisolublemente unido a la emancipación política y social por la vía de la la soberanía popular, con todas sus consecuencias, y la distribución equitativa de la riqueza.
Sin embargo, el proceso actual en favor del “derecho a decidir” en Cataluña ha surgido de una amplia demanda social, visible en las movilizaciones populares de los últimos años. La incorporación al movimiento de la derecha nacionalista catalana a través del PDC, integrante hoy de la coalición gubernamental Junts Pel Si junto a ERC, ha sido posterior. Asociar esta aspiración democrática de la ciudadanía catalana con una amenaza a la integridad de España es absurdo. Lo cierto es que, hoy por hoy, estas aspiraciones no tienen acomodo en la Constitución española. Ésta, al asignar la titularidad única de la soberanía a un único pueblo español al que se pertenece por encima de las voluntades individuales, articular la cuestión nacional de España en torno a la “indisoluble unidad de la nación española” y restringir lo nacional a la autonomía, veta la posibilidad de ejercer derechos colectivos como el derecho a la autodeterminación por otra vía que no sea la de la insumisión o la reforma constitucional.
La superación la cuestión nacional en España pasa por el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado español. No hay nación más sólida que la que se basa en el consenso cívico y la justicia social.
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