Señalábamos en el post “Las primeras sociedades humanas. 1” que los primeros asentamientos humanos de carácter permanente fueron la condición previa y no la consecuencia de la revolución agraria. Dichos asentamientos surgieron en regiones donde abundaban en estado silvestre especies alimenticias de plantas (cereales) y animales (vacas, ovejas, cerdos o cabras), idóneas para ser domesticadas. En estas zonas, sucesivas generaciones de comunidades de recolectores-cazadores pudieron adquirir, a lo largo de más de dos o tres milenios, los conocimientos necesarios sobre la vida vegetal y animal para, llegado el momento, producir sus propios alimentos Con toda probabilidad, la agricultura comenzó como una actividad incidental de las mujeres, tradicionalmente dedicadas a la recolección. Sólo de una manera lenta llegó a conquistar la posición de una actividad independiente y, finalmente, predominante. Junto a esta revolución agraria, muchas sociedades recolectoras-cazadoras se convirtieron en pueblos pastores y siguieron practicando un modo de vida nómada.
El tránsito hacia la economía productora de alimentos no fue el fruto de una evolución espontánea. Provino de la necesidad de comunidades recolectoras-cazadoras de sobrevivir en las nuevas condiciones ambientales impuestas por el fin de la última glaciación, hace aproximadamente 20.000 años. Dichas comunidades, encontraron en el cultivo de los campos y la cría de ganado la manera de compensar las deficiencias de la naturaleza y adaptarse al nuevo entorno natural. Este tránsito hacia la economía productora de alimentos tuvo lugar en diferentes lugares del planeta de manera independiente y en distintas fechas: en primer lugar, en la zona del Creciente fértil, en Oriente Próximo, desde la parte egipcia del valle del Nilo hasta Mesopotamia (8.500a.C) y, más tarde, en los valles fluviales de los ríos Indo y Ganges en La India (6.000 a.C), en los de los ríos Huang-Ho y Yangtze en China (5.000 a.C), en zonas de Europa (4.500 a.C) y África (3.000 a.C) y en las regiones mesoamericanas y andinas de América (2.500 a.C). (1)
La invención de la agricultura y la ganadería abrió un era de profundas transformaciones que marcaron la historia de la humanidad.
En el terreno demográfico, el cultivo de la tierra y el cuidado de la cabaña ganadera dieron lugar a un aumento acelerado de la población. No se debió éste tanto a una pretendida mejora de la supervivencia (disminución de la mortalidad) como a un incremento de los nacimientos, es decir, del número de hijos por mujer. Este incremento de la natalidad obedeció, a dos factores: en primer lugar, a que la nueva economía productiva permitió alimentar a una cantidad de población mayor que la economía natural basada en la caza, la pesca y la recolección y, en segundo lugar, a que en las aldeas permanentes ya no había que transportar a los hijos una vez hubieran cumplido unos meses de edad, como en el modo de vida nómada, sino que podían ser empleados en las labores comunitarias, de tal forma que un mayor número de hijos suponía un mayor número de brazos para trabajar los campos.
Junto a las mayores posibilidades de reproducción de la población, la producción de alimentos proporcionó también una oportunidad y un motivo para la acumulación de de un sobrante, un excedente. El grano debía conservarse y administrarse de modo que pudiera mantenerse en reserva para garantizar la continuidad de las cosechas y el ganado debía ser criado para que pudiera reproducirse y suministrar leche antes de proceder a un sacrificio arbitrario. Todo ello implicaba previsión, por un lado, y capacidad de almacenamiento, por otro, condiciones ambas necesarias para que se generara un excedente del que carecían las sociedades nómadas de cazadores-recolectores. Este excedente fundamentó el surgimiento de un comercio rudimentario, que permitió el intercambio cultural y, a la larga, sería de vital importancia para el mantenimiento de una sociedad basada en la división del trabajo.
La vida rural estable estuvo acompañada de todo un conjunto de innovaciones técnicas que, si bien existieron con anterioridad, se generalizaron con el desarrollo agrícola y ganadero. Cabría destacar, como manifestaciones comunes más notables de dichas innovaciones:
1) La industria lítica basada en el pulimentado de la piedra, cuyo exponente más significativo fue el hacha de piedra pulimentada, una poderosa herramienta utilizada para talar árboles, cortar leña o hacer agujeros en el suelo para depositar la semilla, entre otras utilidades.
2) El labrado de la madera, que permitió la fabricación de instrumentos de labranza, como la azada y la hoz, de útiles para el transporte, como la rueda, o la construcción de las viviendas que formaban las aldeas.
3) La técnica de la alfarería, que hizo posible la fabricación de vasijas y recipìentes destinados al almacenaciemiento o al tratamiento culinario de los alimentos.
4) La industria textil, que respondió a la nueva situación generada por la vida sedentaria y el aumento de la población sirviéndose de fibras textiles como el lino, el algodón o la lana e introduciendo una serie de invenciones como el torno de hilar y el telar, necesarias para la fabricación de tejidos.
Todo este conjunto de innovaciones, requirieron de profundos conocimientos prácticos y de habilidades creativas que se incorporaron al acervo científico y artístico de la humanidad.
La diversificación de la producción en el seno de las primeras sociedades agrarias no condujo de manera directa al surgimiento de trabajos especializados. Durante mucho tiempo siguió perviviendo, sin excluir las numerosas excepciones, una división del trabajo entre los sexos, en virtud de la cual las mujeres cultivaban los campos, fabricaban las vasijas, hilaban y tejían, mientras los hombres, por su parte, cuidaban de los animales, cazaban y pescaban, desmontaban las parcelas para poder cultivar y ejercían la carpintería fabricando sus propios utensilios y armas.
Esta diferenciación no equivalía a un dominio masculino sobre la mujer. En realidad, las primeras sociedades agrarias siguieron siendo, como las cazadoras-recolectoras, autosuficientes e igualitarias. Producían sus propios alimentos, utensilios y equipamientos y se regían por el valor de la reciprocidad en el reparto de bienes para, de esta forma, garantizar la supervivencia del grupo. En este marco comunal, surgieron jefaturas locales, no tanto por el afán de dominio, como muchas veces se cree, sino en virtud del prestigio obtenido por determinadas personas o linajes, encargados de administrar la redistribución de recursos, atendiendo a las necesidades de los miembros de sus respectivas comunidades, y, consiguientemente, de velar por la conservación de los valores y tradiciones colectivas.
No puede inferirse de esta autosuficiencia económica la idea de un mundo de aldeas y comunidades dispersas e inmersas en el aislamiento. Por el contrario, el Neolítico fue un período en el que existieron redes de comunidades, unidas por lazos de vecindad o por algún tipo de relación de intercambio.
Ahora bien, aun después de la primera revolución, la vida siguió siendo muy precaria para los grupos de campesinos autosuficientes. La población vivía al borde del peligro, expuesta a desastres naturales, como plagas en los cultivos, epidemias, tanto en personas como en animales, o calamidades climáticas. Los espectros del hambre, la enfermedad y la muerte estaban siempre presentes. En este contexto, las comunidades campesinas adquirieron desde un principio plena conciencia de su dependencia inmediata respecto de las fuerzas de la naturaleza. De la necesidad de conjurarlas para que actuaran en beneficio de la comunidad surgieron nuevos rituales mágicos y el culto religioso.
Así, mientras que en las sociedades de cazadores-recolectores la magia quedaba circunscrita a los ritos para asegurarse el favor de la fertilidad y la abundancia de caza, las sociedades agrarias dieron lugar a una constelación de nuevos cultos: a la Diosa Madre, al falo, a los antepasados, al Sol, a la Luna, la lluvia, la tierra o los animales, todos ellos directamente relacionados con la necesidad de la comunidad de sobrevivir mediante la provisión de alimentos, la fertilidad y la cohesión de grupo. El culto al Sol, por ejemplo, congregaba a la comunidad en torno al astro que gobierna la sucesión de las estaciones y, por tanto, las operaciones agrícolas; los totems, vinculaban al grupo humano con un animal al que se veneraba para garantizar el bienestar del grupo; el culto a los antepasados, concebía los parientes muertos como espíritus protectores de la progenie viva, al tiempo que, por reposar sus restos bajo tierra, les atribuía la función de cooperadores en la germinación de las plantas cultivadas.
Junto a la religión, el avance de la revolución agrícola dio lugar a rivalidades territoriales entre grupos humanos que condujeron a la guerra. Cabe situar el origen de ésta en el desequilibrio, propio de la economía neolítica, entre el aumento de la población y la capacidad de la tierra disponible para mantenerlo. Este desequilibrio fundamentó la necesidad de incrementar la producción mediante la roturación de nuevas tierras. Fue así como la agricultura se fue extendiendo por las zonas vírgenes cercanas a los asentamientos. Una vez agotado el territorio apto para ser cultivado, el anhelo de tierra podía desembocar en enfrentamientos bélicos.
La religión y la guerra otorgaron una posición dominante en sus respectivas sociedades a guerreros y sacerdotes. La formación de las primeras estructuras de poder estatal, vinculadas a la jerarquía militar y/o sacerdotal, fue el resultado al que condujo el crecimiento de las aldeas, la conformación de sociedades con una identidad común y la división del trabajo. Fue así como se sentaron las bases que dieron lugar, a partir del tercer milenio a.C, al surgimiento de las grandes civilizaciones agrarias.
PD.- Hoy en día, el 40% de las poblaciones indígenas del planeta, que agrupan a, aproximadamente, 370 millones de personas, son sociedades tribales que viven según estilos de vida análogos a los de la sociedades sin escritura de la (Pre)-historia humana, estilos de vida asentados en la caza, la pesca y la recolección, el pastoreo nómada y la agricultura de subsistencia. Véase, a este respecto, el post “Las primeras sociedades humanas. 1”.
(1) Desde la revolución neolítica, los cereales (arroz, trigo, cebada, mijo, maíz, ñame, batata) y el ganado de vacas, ovejas, cabras, cerdos y, más tarde las gallinas, con las evidentes diferencias entre áreas y culturas, conforman la base económica de las civilizaciones actuales.
Este post, continuación del dedicado a las sociedades de cazadores-recolectores, es también deudor de las aportaciones de Gordon Childe, Mark Aguirre y Stephem Corry y, además, de las obras generales de Chris Harman y Neil Faulfner.
Deja una respuesta