Hay una idea generalizada en tribunas mediáticas y en la opinión pública en general que atribuye la repetición electoral del próximo 11 de Noviembre a la incapacidad de los líderes de los partidos políticos para ponerse de acuerdo, por sobreponer sus “intereses partidistas” a la “voluntad general” de la ciudadanía, expresada en las urnas el pasado 28 de Abril. Este “relato” obedece a una escenificación mediática, propia de las democracias liberales, que reduce la política a un formato que sitúa el foco de atención de la misma en los partidos, el Parlamento y el Gobierno y otorga a los medios de comunicación un supuesto “cuarto poder” con la función de supervisar el “poder político”.
Puede que el argumentario en cuestión tenga verosimilitud, pero no por ello deja de ser parcial ya que soslaya el papel que las redes de poder, que operan desde fuera y desde dentro del Estado, juegan en la configuración de los pactos políticos y en la implementación de políticas públicas. En la historia de la democracia española, todos los gobiernos y cada uno de los ministerios que los han integrado se han configurado en torno a redes de poder y es evidente que dichas élites no actúan guiadas por ideología alguna del bien común, sino por el interés en no ser desplazadas de su posición de privilegio. De ahí su presión para que las urnas refrenden lo que, en cada momento, mejor les conviene.
Desde la Transición española, estas redes, procedentes de la dictadura fascio-católica, se articularon políticamente en torno a la monarquía borbónica, el Estado unitario, con autonomías pero sin derechos nacionales internos, y un sistema electoral que ha patrocinado un modelo bipartidista en el Estado central. En virtud de este modelo, firmemente establecido desde que en 1989 Alianza Popular se reconvirtiera en Partido Popular, los dos grandes partidos, supuestamente representativos de la izquierda y la derecha, PSOE y PP, se han venido alternando en el Gobierno y la oposición sin que sus diferencias, siendo evidentes, rebasaran las líneas rojas impuestas por los equilibrios de poder establecidos, “atados y bien atados” en la Constitución del 78.
El bipartidismo, que tiene en las urnas su fuente de legitimación, mantuvo su plena vigencia hasta 2008, el año en que dio comienzo la “Gran Recesión” y el PSOE, con José Luis Rodríguez Zapatero al frente, obtuvo su segunda victoria electoral. Esta tendencia se invirtió en las elecciones generales de Noviembre de 2011, en las que el PSOE, ya con Alfredo Pérez Rubalcaba, obtuvo los peores resultados electorales desde 1977, y quebró de forma manifiesta en el ciclo electoral que abarca las elecciones generales de Diciembre de 2015 y la repetición de las mismas en Junio de 2016, en las que el PP de Mariano Rajoy perdió la mayoría absoluta y dos nuevas fuerzas, Ciudadanos y Podemos, la primera propulsada para dar el salto desde Cataluña y la segunda enraizada en el movimiento 15M, irrumpieron en el arco parlamentario. Fue el precio que, en términos de representatividad, pagaron los dos grandes partidos por aplicar, al margen de sus propios programas electorales, el “programa de los mercados”, es decir de las redes de poder económico-financiero con, en el caso del PP, el corolario delictivo de la corrupción.
La crisis de representatividad del modelo bipartidista por desafección de la ciudadanía se hizo visible en el movimiento 15M, que irrumpió en escena días después de que el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, anunciara en el Congreso de los Diputados las medidas de austeridad que su gobierno se disponía a implementar y que justificó como necesarias para hacer frente a la crisis. En la práctica, una renuncia expresa al ideario socialdemócrata que había presidido su primera legislatura (2004-2008) y por el que había refrendado su mandato en las urnas. En este contexto, la “revuelta de los indignados”, cuyas reivindicaciones, en favor de la regeneración democrática y la realización plena y efectiva de los derechos humanos, tuvieron un mayor apoyo de la ciudadanía que los programas de los partidos que concurrieron a las urnas, supuso una auténtica impugnación del modelo bipartidista y encarnó un claro ímpetu constituyente. Un ímpetu también presente en los grandes movimientos reivindicativos de la década, entre los que cabe destacar el procès soberanista de Cataluña, en demanda del derecho a decidir sobre la autodeterminación, por conllevar la puesta en cuestión del modelo territorial del Estado unitario. Un peligro para el establishment.
La pérdida por el bipartidismo de sus posibilidades de reproducción electoral por mayorías absolutas hizo que circulara por los foros políticos y mediáticos la idea de que el bipartidismo estaba muerto. Sin embargo, a día de hoy, no parece que sea así. Y ésto por dos razones: en primer lugar, porque El PP y el PSOE se mantienen como los primeros partidos políticos de España; y, en segundo lugar, porque ni el “empujón” a golpe de talonario de Ciudadanos en 2015, ni el lanzamiento mediático de Vox en 2018 obedecieron a intento alguno de acabar con el bipartidismo, sino al interés contra-constituyente de las élites en desbaratar toda opción soberanista en Catalunya y social-progresista en el conjunto del Estado español y en configurar un nuevo consenso reaccionario en torno al PP, que ya se ha sacado de la chistera el “conejito” de España Suma, instrumentalizando de manera soez los emblemas “España, Monarquía y Constitución”.
Donde realmente se sitúa la crisis del bipartidismo es: por una parte, en la fragmentación del espacio progresista en dos fuerzas políticas, PSOE y PODEMOS (hoy UNIDAS PODEMOS) y, por otra, en la suspensión de las posibilidades de diálogo con las fuerzas soberanistas catalanas desde que, a partir de 2012, Convergencia i Unió apostara claramente por el derecho a decidir, renunciando a la labor de arbitraje que su partido siempre había ejercido en la conformación de mayorías parlamentarias.
No es casualidad que esta crisis tocara de lleno las entrañas del PSOE, que siempre se ha auto-atribuido el papel de “casa común” de la izquierda. Después de que en Marzo de 2016 fuera rechazada la investidura de Pedro Sánchez, que pactó con Ciudadanos, una opción al gusto de las élites, pero sin renunciar al diálogo con Podemos y las fuerzas soberanistas catalanas, que es lo que no gustó, y de que en las elecciones de Junio 2016 el PSOE obtuviera un mínimo histórico, saltaron las alarmas en el seno del partido y comenzó a maquinarse la defenestración de Sánchez. La maniobra, como se recordará, fue cocinada en el seno del Grupo Prisa, bendecida por Felipe González, liderada por Susana Díaz y acompañada de un apoyo mediático generalizado. Pero, lo que interesa señalar aquí es que, más allá de la guerra entre liderazgos y la rebelión de la militancia de base, la fractura en la que desembocó esta auténtica conspiración obedeció fundamentalmente a la pugna entre barones en torno al interés común en conservar la hegemonía del PSOE en la oposición al PP. Así, mientras los partidarios del “golpe” pretendían salvar el status del partido reestableciendo, por la vía de la abstención a la investidura de Rajoy, el viejo consenso bipartidista en torno a una quimérica “Gran Coalición” PP-PSOE-Ciudadanos, el sector leal a Pedro Sánchez y al “No es no” a Rajoy prefería mantener dicho liderazgo por la vía de la conservación de la autonomía en un marco que neutralizara la irrupción electoral de Podemos y sus confluencias. Lo que sigue es bien conocido: Pedro Sánchez renunció a su acta de diputado, el PSOE entregó el Gobierno a Mariano Rajoy y después de una gira por el país recabando apoyos, Sánchez fue reelegido como Secretario General del PSOE tras derrotar a Susana Díaz y Patxi López en las primarias del partido celebradas en Mayo de 2017.
Sin que pueda esperarse del PSOE su renuncia al papel hegemónico en el ámbito de la izquierda, lo cierto es que la “rebelión de Sánchez” pareció abrir una nueva etapa en la que pudiera conformarse un espacio progresista e independiente que diera respuesta a los grandes desafíos del país.
Esta percepción pareció ratificarse tras la moción de censura interpuesta por Sánchez, en Mayo de 2018, contra el Gobierno de Mariano Rajoy. Dicha iniciativa, que prosperó gracias al apoyo de Unidas Podemos y los soberanistas catalanes y vascos y en la que Pablo Iglesias, líder de Unidas Podemos, “sudó la camiseta”, quebró la “Gran Coalición” y abrió una legislatura que dio como resultado un pacto presupuestario PSOE-Unidas Podemos, de marcado acento social, que rompía con las políticas públicas de austeridad impuestas en la etapa de gobierno del Partido Popular (2011-2018).
La moción de censura fue asociada por la “contra reaccionaria”, Partido Popular, Ciudadanos y Vox, a un fraude democrático y reclamaron elecciones. Desde luego, el motivo no era, como dijeron en la concentración de Febrero en la Plaza de Colón, el pacto de Sánchez con “batasunos e independentistas” para sacar adelante los presupuestos, un argumento que quedó sin efecto cuando Esquerra Republicana de Catalunya anunció su voto en contra, sino su aversión a unos presupuestos orientados a una más justa redistribución de la renta. Que sirva de ejemplo su oposición a la subida del salario mínimo.
El amplio ciclo electoral de Abril y Mayo pasados se celebró en un escenario de marcada convulsión en la correlación de fuerzas progresistas y reaccionarias, que le concedió un carácter cuasi-constituyente para el futuro político del Estado español. El PSOE de Pedro Sánchez triunfó claramente y recuperó la hegemonía en el espacio político del progresismo; Unidas Podemos, a quien el PSOE le debe en gran parte este “renacimiento”, conservó, a pesar de su caída, sobre todo en las elecciones locales y europeas, una representación que le otorgaba un peso suficiente para conformar un gobierno progresista; Ezquerra Republicana de Cataluña se convirtió en la primera fuerza en Cataluña y el Partido Nacionalista Vasco se consolidó como la única derecha, una derecha civilizada, en el País Vasco. Mientras, el bando contraconstituyente (PP, Ciudadanos y Vox) se quedó sin posibilidad alguna de formar gobierno.
Sin duda, era una oportunidad histórica para que el Ejecutivo de Pedro Sánchez asumiera el el reto político de recoger el ímpetu constituyente de los grandes movimientos sociales de la última década e iniciar, en confluencia con las fuerzas progresistas, una nueva transición que pusiera en el centro el Bien Común y avanzara hacia el rescate y profundización del Estado social y democrático de Derecho, invocado en la propia Constitución como elemento constituyente del Estado español. Y, desde luego, teniendo en cuenta la correlación de fuerzas en el espacio progresista, un gobierno de coalición con Unidas Podemos y sus confluencias no podía ser descartado como solución idónea para caminar en esa dirección.
No ha sido así. En el tránsito de la moción de censura a la victoria electoral, con un acuerdo histórico de por medio para dar luz verde, nada menos, que a los Presupuestos Generales del Estado, que es lo que define a todo gobierno, el Gobierno de Pedro Sánchez dio un viraje estratégico y, en línea con la cultura bipartidista, se decantó como opción preferente por un gobierno monocolor con, en todo caso, personalidades independientes que le pudieran dar un perfil socialdemócrata o cercano a Unidas Podemos. En esta línea, la estrategia seguida por el Gobierno de Sánchez en las negociaciones con Unidas Podemos para la formación de un gobierno de coalición ha consistido, por una parte, en transmitir la idea de que hacía todo lo posible para garantizar estabilidad y evitar unas elecciones y, por otra, en fabricarse la baza argumental, de cara a una repetición electoral, de hacer recaer en Unidas Podemos, una vez más, la responsabilidad del fracaso político. Así lo avalan las propuestas realizadas por el PSOE en el curso de la negociación, que parecían más pensadas para impedir un gobierno de coalición que para conformarlo. ¿De qué otra manera puede interpretarse que, en Julio, el Gobierno de Pedro Sánchez vete al líder de la formación con la que se está negociando, Pablo Iglesias; que una vez que éste acepta el veto, oferte tres ministerios y una vicepresidencia, que ni siquiera llegan al 10% del presupuesto cuando la cuota de representatitividad de Unidas Podemos con respecto al PSOE es el 30%; y que, en Agosto, se niegue a considerar la oferta ministerial de Julio cuando Unidas Podemos rectifica? Sin duda, pudo haber un error estratégico de Unidas Podemos al no aceptar dicha oferta, pero, primero, hay que poner las cosas en su sitio.
Este viraje no es gratuito. Obedece, sin duda, al interés de fondo de recomponer el bipartidismo que, desde la Transición, ha sido el modelo ideal de las sólidas redes de poder que operan en España. Y es obvio que esta recomposición pasa por recuperar y afianzar la hegemonía del PSOE, un partido con sólidos anclajes en dichas redes, en el espacio progresista y, paralelamente, arrinconar a Unidas Podemos, un partido que cuestiona abiertamente las relaciones de poder establecidas. En este contexto, la operación puesta en marcha para que Íñigo Errejón, una persona de indudable valor y potencial políticos, de el salto a la política nacional, está dirigida, sin duda, a cubrir un espacio progresista, pero, eso sí, dando por hecho el papel hegemónico del PSOE.
En todo caso, la posibilidad de conformar gobiernos de coalición, como habitualmente ocurre en los países europeos, no va a desaparecer. Afrontarlo es una cuestión de cultura democrática. Un gobierno de coalición requiere que haya acuerdo en los objetivos y en el programa para llevarlos a la práctica. Pero también exige confianza mutua y empatía para que no se convierta en un espacio de vigilancia recíproca sino de colaboración. Y esta empatía es la que debe transmitirse a la sociedad civil haciendo algo que parece haberse olvidado en el juego partidista: pedagogía política, algo fundamental si tenemos en cuenta que el debate ya está instalado en la sociedad. El factor humano también cuenta y ésto vale para todos.
El 11 de Noviembre se volverá a las urnas. En manos de la ciudadanía está que se mantengan y enriquezcan los espacios políticos realmente representativos.
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