El gobierno que acaba de conformarse en España, fruto del acuerdo PSOE-Unidas Podemos, no sólo es el primer gobierno de coalición de la historia democrática española desde la Transición, sino también, atendiendo a su programa, el más progresista.
Podía haberse logrado en 2016. Los números daban, como se demostró en la moción de censura que en 2018 hizo presidente del Gobierno a Pedro Sánchez, pero la balanza electoral, no. El equilibrio relativo entre los 85 diputados del PSOE y los 71 de Podemos y sus confluencias comprometía un claro liderazgo del PSOE, al fin y al cabo heredero del modelo bipartidista, en un gobierno de coalición. Pedro Sánchez optó entonces por el pacto con Ciudadanos, que era el acuerdo deseado por el establishment y por gran parte de la baronía del PSOE y, por tanto, difícilmente aceptable para Podemos, una formación gestada en las inquietudes del 15M. Tras las elecciones generales del pasado Abril, con Ciudadanos alineada con el PP y Vox en el “trifachito”, Pedro Sánchez, ya con una mayoría de 123 diputados, amagó con la coalición con Unidas Podemos, pero su apuesta real fue la de un gobierno monocolor o, en todo caso, con independientes afines a la formación morada. Después, en la campaña previa a la cita electoral del 10 de Noviembre, se posicionó abiertamente por la restauración de la hegemonía del PSOE en el espacio progresista. Las urnas le hicieron fracasar en el intento y refrendaron, parece que de forma irreversible, la crisis de representatividad del bipartidismo. En el camino, la extrema derecha fascio-católica que Vox representa, abierta pero no únicamente, ha terminado por normalizar en las instituciones públicas su discurso fóbico y tóxico.
Tras los resultados electorales de Noviembre, marcados por la irrupción de Vox y el paralelo desplome de Ciudadanos, el PSOE de Pedro Sánchez, con una posición revalidada en la correlación de fuerzas con respecto a Unidas Podemos, terminó por asumir el reto político de fraguar la confluencia progresista, ampliamente demandada en los últimos años por una gran mayoría social, y articular en torno a ella los apoyos parlamentarios necesarios para que saliera adelante. Para que así fuera, Pablo Iglesias, sin duda, ha sudado la camiseta, manteniéndose firme contra viento y marea, y el grupo confederal de Unidas Podemos ha trabajado como un auténtico representante de quienes les votaron. Es de pura justicia reconocerlo.
Un proceso de 4 años, que ha desembocado en la formación de un gobierno, cuyo programa está en clara sintonía con la Carta Social Europea, la herramienta más avanzada de reconocimiento de los derechos sociales en Europa desde los años 70, y los objetivos de la Agenda 2030, aprobados por la ONU en 2015. Dentro de este marco global, dicho programa constituye un auténtico proyecto nacional de reconstrucción democrática, social y territorial que recoge el ímpetu constituyente de los grandes movimientos sociales de la década (15M, procès soberanista catalán, feminismo, ecologismo, pensionistas, memoria histórica…) y de las fuerzas progresistas, tras casi una década de políticas públicas antisociales y recentralizadoras, que los gobiernos del Partido Popular, con Mariano Rajoy al frente, impusieron al conjunto de la ciudadanía. Es un programa, en definitiva, que reafirma el Estado social y democrático de Derecho, invocado en el artículo 1 de la Constitución española, frente al Estado neoliberal y unitario, el verdadero régimen contra-constituyente que defiende la actual derecha del PP, Vox y Ciudadanos, que se define como “constitucionalista” sin ni siquiera ser constitucional.
Se anuncia, por tanto, un nuevo ciclo político con el foco puesto en los grandes desafíos de presente y de futuro de la sociedad española, que, en gran parte, son también los del mundo global: la recuperación democrática, la reducción/superación de las desigualdades sociales y de género, la transición ecológica, el reequilibrio territorial campo-ciudad y, en el marco del reconocimiento de los derechos nacionales internos, la regulación/resolución del conflicto político catalán. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que este nuevo ciclo político no podrá considerarse realmente abierto mientras sigan en vigor los presupuestos de la anterior etapa de gobierno del Partido Popular, los de la austeridad y los recortes, y no se aprueben en sede parlamentaria los del recién constituido gobierno de coalición. Señalar, a este respecto, que lo que hace que la política institucional sea cara o barata para la ciudadanía no es el organigrama del nuevo gobierno, con 4 vicepresidencias y 18 ministerios, que hay que entender en el contexto de sus prioridades políticas, sino que las políticas públicas respondan o no a las necesidades de las mayorías sociales.
Del anuncio del nuevo ciclo, que ya ha tenido un claro signo de concreción en la medida adoptada por el Ejecutivo de revalorizar las pensiones con respecto al IPC, a su plasmación real en las cuentas del Estado, hay un trecho. Y este trecho es el que las tres derechas, PP, Vox y lo que queda de Ciudadanos, delegados naturales de las redes de poder que conciben lo público como un cortijo a su servicio, pretenden dinamitar, intentando, según sus propios voceros, que la legislatura dure lo menos posible. En otras palabras, haciendo lo posible para que el programa de gobierno no se traduzca en unos presupuestos sociales que contemplen una distribución más justa de la riqueza, pongan fin a la cultura presupuestaria neoliberal y tengan continuidad a lo largo de la legislatura. Este es el nudo gordiano que está en el fondo de su estrategia de acoso y derribo.
Esta estrategia, que goza de poderosos anclajes en el frente mediático, el de las cloacas policiales, aún activas, y el judicial, se puso claramente de manifiesto ya desde los momentos previos a la sesión de investidura de Pedro Sánchez, cuando la Junta Electoral Central, atribuyéndose competencias que no le corresponden, dictaminó que Oriol Junqueras no podía ser eurodiputado, en contra de la sentencia europea que estableció su inmunidad antes de ser condenado por el procès, y acordó retirar a Quim Torra su crecencial de diputado autónomico catalán, es decir, destituirlo de facto como Presidente de la Generalitat. Una maniobra, aún pendiente de ejecución en el Tribunal Supremo en el caso de Quim Torra, claramente orientada a dejar a la Generalitat sin gobierno y, por tanto, abortar la mesa de diálogo bilateral Gobierno de España-Generalitat de Catalunya, forzar nuevas elecciones en Catalunya y situar a Ezquerra Republicana de Catalunya, cuya abstención ha sido decisiva en la invetidura de Pedro Sánchez, en una situación difícil de cara al citado escenario electoral. Es evidente que la frase de Gabriel Rufián en el debate de investidura “Sin mesa no hay legislatura” no era en absoluto gratuita.
No es ajena a esta ofensiva el acoso que Tomás Guitarte, representante de Terruel existe, sufrió en la sesión de investidura por apoyar con su voto a Pedro Sánchez, ni la tan gráfica como grosera apelación de Inés Arrimadas, lideresa de Ciudadanos, a algún “valiente” que rompiera la disciplina de voto socialista, es decir, al “tamayazo”, durante su intervención en dicha sesión. Las presiones existen y resulta difícil creer que la derecha no esté dispuesta a aprovechar la exigua ventaja de dos diputados de la que dispone el actual gobierno para intentar el golpe parlamentario. (1)
Tanto la intervención de la Junta Electoral Central como las presiones a diputados que se hicieron palpables en la sesión de investidura son signos que evidencian lo que pretende hacer la derecha en la presente legislatura: romper la mayoría parlamentaria, sin renunciar al juego sucio, y mantener activo, en paralelo, el contra-gobierno de los jueces. Es por ello por lo que el Partido Popular mantiene bloqueada, a día de hoy, la renovación del Consejo General del Poder Judicial (2) y el Tribunal Constitucional, con una mayoría de jueces conservadores. Cabe resaltar aquí que, durante la etapa de gobierno de Mariano Rajoy, este contra-poder supuso una evolución retrictiva general de los derechos y libertades y dio lugar a una sentencia, la del procés catalán, que construyó un relato judicial pensado para hacer encajar el movimiento soberanista catalán, eminentemente pacífico, en el delito de sedición, asociándolo a un golpe de Estado. Es este contexto el que explica el nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General del Estado, un nombramiento legal y legítimo, necesariamente transitorio en el camino hacia el reequilibrio judicial y la renovación que el poder judicial requiere como organismo independiente del Estado. No es dicho nombramiento el que pone en entredicho el Estado de Derecho, como dicen algunos. Es, por contra, la pretensión de la derecha de instrumentalizar los tribunales de justicia para poner freno a la acción de gobierno, es decir, de situar al poder judicial por encima del Parlamento, la sede de la soberanía popular, lo que supone, en la práctica, la negación misma del Estado de Derecho que la propia derecha dice defender.
En resumen: un nuevo ciclo político que requiere una concreción presupuestaria y una derecha dispuesta a sembrar de minas el trayecto sin reparar en medios, en aras de su particular proyecto de reconquista por la vía judicial. Cabe definirlo como golpismo. No es una estrategia exclusiva de España. Es, ni más ni menos, la vía latinoamericana para derribar gobiernos progresistas, como el de Lula en Brasil.
Al ser una estrategia centrada en la reconquista del poder y, por tanto, sin respuestas para los problemas de la ciudadanía, dispone del arsenal ideológico a medida: mentiras, tergiversaciones, insultos, descalificaciones gratuitas, agitación de fantasmas como “el separatismo” o “el comunismo”…Curiosamente, los mismos fantasmas que sirvieron de cobertura ideológica a terratenientes, banqueros, jerarquía católica, oficiales reaccionarios y grupos ultraderechistas para la conspiración que, urdida desde el minuto uno de andadura de la Segunda República española, desembocó en el golpe militar que dio origen a la Guerra civil. Parece que hay viejos mantras que sobreviven a la sucesión de generaciones, junto con otros más recientes, como el del “todo es ETA”.
Y es que, lo propio de la derecha es el ejercicio del poder, al que consideran legítimo sólo si gobiernan ellos, e inmoral cuando los votos no le otorgan la victoria. Lo tapan con una idea de España que invocan en abstracto, cuando, en realidad, es la España de los grandes patrimonios que prefieren mantener privilegios fiscales que contrinuir al bien común. Es a la que sirven y, precisamente por ello, intentan trasladar al conjunto de la sociedad que la identificación de la democracia con los derechos de ciudadanía constituye una amenaza. Por todo ello reconforta que haya personas de derechas como Aitor Esteban, líder del PNV, y no por haber votado a favor del nuevo gobierno, sino por su clara conciencia democrática.
En estas circunstancias, lo peor que se puede hacer desde el progresismo es recular. La historia demuestra que cuando se recula la reacción se viene arriba. Por todo ello me apunto, desde una perspectiva siempre crítica, al “Sí se puede”.
(1) En este sentido, no es baladí preguntarse si los votos contrarios a la investidura de Pedro Sánchez de José María Mazón, representante del Partido Regionalista de Cantabria y de Ana Oramas, en contra de lo acordado por su propio partido, Coalición Canaria, fruto de un cambio de posición adoptado in extremis, se debieron realmente a decisiones tomadas en conciencia,
(2) Es preciso señalar que el CGPJ, designado cuando Ruiz Gallardón era el ministro de Justicia, ha nombrado o convocado, estando en funciones, las plazas de 46 presidentes de tribunales y magistrados del Tribunal Supremo que tenía que haber nombrado el próximo consejo, afines al presidente Carlos Lesmes y a los vocales nombrados a instancia del PP. Las cosas no son casuales.
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