Hay una constante que marca la relación histórica entre derecha y democracia en la época contemporánea. Para los dueños del poder real, sobre todo económico, que son a los que la derecha representa, la democracia es válida siempre que no se atreva a poner en cuestión sus privilegios e intereses, es decir, siempre que las fuerzas progresistas no gobiernen. Esta es la lógica que subyace a las estrategias de guerra sucia desplegadas contra contra gobiernos democráticos que no actúan al dictado de las élites o contra lo que dichos gobiernos representan. Ayer, el golpe de estado militar, hoy, el lawfare.
El lawfare, o “guerra jurídica”, consiste en el uso fraudulento de la vía judicial como herramienta de persecución o acoso políticos. La puesta en práctica de un caso de lawfare requiere de la intervención conjunta de, por lo general, cuatro grupos de actores: medios de comunicación que difunden noticias falsas o informaciones sesgadas, partidos políticos que las utilizan como arma arrojadiza, grupos de presión que las convierten en denuncias que llevan a los juzgados y jueces que, aunque no existan indicios de delito, las admiten a trámite. Todo ello con el fin de minar la credibilidad del adversario político o desacreditar un movimiento social. El lawfare, por tanto, y ésto es sumamente importante, supone una inversión del orden de los factores que intervienen en un procedimiento judicial. No empieza juzgando un caso porque haya indicios de delito, sino que primero señala al culpable para, posteriormente atribuirle, si procede, el delito. Por eso es un fraude.
El lawfare se cocinó en Estados Unidos, desde, al menos, finales del pasado siglo, como herramienta para operaciones de contra-insurgencia en el exterior. Desde entonces, en América Latina, las ultra-derechas lo han venido utilizando como el medio por antonomasia para acabar con líderes políticos, gobiernos, partidos o movimientos sociales que apuestan por vías de desarrollo independientes de las exigencias de Washington. Lula da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Nicolás Maduro en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador, Cristina Fernández de Kirschner en Argentina o Gustavo Petro en Colombia, entre muchísimos otros, pueden dar fiel testimonio de ello.
En España, el lawfare comenzó a funcionar a pleno rendimiento entre 2014 y 2015, por obra y gracia de la policía política montada por el Gobierno de M. Rajoy y los servicios del comisario Villarejo, con el fin de hundir la reputación de los dirigentes de Podemos y la izquierda transformadora y de descabezar el procès catalán. Los montajes judiciales contra Pablo Iglesias, Irene Montero, Juan Carlos Monedero, Mónica Oltra, Victoria Rosell, Ada Colau, Isa Serra, Alberto Rodríguez y tantos otros, o la reciente causa impulsada por el juez García Castellón que vincula al procès catalán con el terrorismo son buena muestra de ello.
Resulta evidente que la ofensiva ultra contra Begoña Gómez, esposa del presidente Pedro Sánchez, que, el pasado 24 de Abril, concluyó con la apertura de diligencias en un juzgado de Madrid, constituye un claro ejemplo de lawfare. Reúne todos los ingredientes fundamentales: unos “pseudo-medios” (El Confidencial, The objective, Es.diario, Voz Populi y Libertad digital) que inician una campaña de difamación que luego se extiende a los medios generalistas, unos partidos políticos, PP y Vox, que llevan la campaña al Parlamento, una organización mafiosa, Manos Limpias, que fabrica una denuncia sin más fundamento que una serie de recortes de prensa y un juez, Juan Carlos Peinado, que le da curso. La respuesta de Pedro Sánchez (carta abierta a la ciudadanía, el mismo día 24, diciendo que debe tomarse unos días para reflexionar sobre si dimite o no y comparecencia, cinco días después, para comunicar al país su decisión de seguir como presidente y comprometerse a liderar un proceso de regeneración democrática) ha contribuido, sin duda, a situar el lawfare y la desinformación como un elemento clave de la agenda política. Ahora hay que pasar de las palabras a los hechos. Es una cuestión de democracia.
PD.- En la medida en que el lawfare no sólo es una sucesión de casos que se explican por sí mismos sino un modus operandi que se nutre de un escenario mediático donde, día tras día, los bulos campan a sus anchas en perjuicio de un periodismo honesto, no sólo es un atentado contra la democracia, también lo es contra la convivencia social.
Imagen de cabecera tomada del diario Público
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