
La Revolución Americana de 1776, hecho fundacional de los Estados Unidos, fue el resultado de la rebelión independentista de las trece colonias británicas de la costa este de Norteamérica (con una población de 3,9 millones de habitantes) frente a los intentos de Gran Bretaña de imponer un nuevo orden imperial tras la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Al tratarse, en origen, de un conflicto de soberanías entre las élites coloniales y la metrópoli, la revolución no alteró el modelo social heredado del período colonial.
En virtud de la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776 y, sobre todo, de la Constitución del 17 de septiembre de 1787, los Estados Unidos se conformaron como una república federal y presidencialista, regida por los principios liberales de soberanía nacional, separación de poderes, reconocimiento de derechos y libertades individuales, y elección periódica de representantes. Unos principios que, sin embargo, tuvieron un alcance limitado, hasta bien entrado el siglo XX, a una élite privilegiada de hombres blancos, anglosajones y protestantes.

Declaración de Independencia de Estados Unidos. Jhon Trumbull (1819)
Junto a su conformación como Estado-nación republicano, federal y formalmente democrático, los Estados Unidos se configuraron también como un imperio continental. La experiencia imperial se inició con la incorporación de Luisiana en 1803, y prosiguió a lo largo del siglo XIX con la adquisición de Florida (1819), el reparto de Oregón con Gran Bretaña (1846), la anexión de Texas (1845), que condujo a una guerra con México (1846-48), tras la cual Estados Unidos arrebató al país azteca más de la mitad del territorio, y la compra de Alaska a Rusia (1867). Esta expansión hacia el Oeste vino acompañada de un vasto proceso de poblamiento, protagonizado por oleadas de colonos atraídos por las grandes extensiones de tierras cultivables y recursos minerales —en especial el oro de California—, que conllevó el despojo y virtual exterminio de las poblaciones indígenas: una realidad que Hollywood se encargó de distorsionar convirtiendo la conquista del Oeste en una epopeya heroica protagonizada por colonos civilizados enfrentados al salvajismo de las tribus nativas. Tras la consumación del genocidio indígena en las llamadas “guerras indias” (1860-1890), las fronteras de la nación estadounidense quedaron definitivamente establecidas.

Caravana de colonos (Blog Ferrovial)
La expansión hacia el Oeste puso al descubierto las tensiones estructurales de una construcción nacional basada en estados y territorios con sistemas sociales y económicos profundamente divergentes: un noreste urbano e industrial, con una economía centrada en el desarrollo manufacturero, las infraestructuras y el empleo de mano de obra asalariada; un noroeste agrario en expansión, en conflicto con las poblaciones indígenas; y un sur agrícola, dominado por una aristocracia terrateniente, que dependía del trabajo de casi cuatro millones de esclavos en las plantaciones de algodón. Esta fractura interna desembocó en la Guerra de Secesión (1861-1865), un conflicto entre la Unión, en representación de los estados del Norte, y la Confederación, que se había formado con los estados secesionistas del Sur: ese sur romantizado en la película Lo que el viento se llevó.
Más allá del debate moral sobre la esclavitud, la Guerra Civil estadounidense fue la expresión más violenta de la lucha por la hegemonía en el proceso de construcción del Estado federal entre dos tipos de clase dominante: por un lado, la burguesía industrial del Norte, que aspiraba a expandir un modelo basado en la libertad de empresa, la economía de mercado y la explotación del trabajo asalariado, es decir, “libre”; por otro, la aristocracia tradicional de las plantaciones, para la cual el mantenimiento de la esclavitud era la piedra angular de su orden social. La cuestión esclavista, por la que tantas personas perdieron la vida, canalizó este antagonismo y permitió que los líderes y propagandistas del Norte presentaran la guerra como una cruzada moral contra la esclavitud y en favor de la libertad, encarnada en la figura del presidente Abraham Lincoln. Es la narrativa que ha perdurado como interpretación dominante en el relato histórico oficial estadounidense.

Abraham Lincoln en un campamento del ejército del Norte
Tras cuatro años de guerra y más de 600.000 muertos, el triunfo de los estados del Norte supuso la abolición de la esclavitud y, formalmente, la concesión de derechos políticos –como el derecho al voto– a los antiguos esclavos. Sin embargo, una vez asegurado, durante la etapa de la Reconstrucción (1865-1877), el dominio del capital industrial del Norte sobre el Sur agrario, el ejército de la Unión se retiró y la vieja élite blanca recuperó los gobiernos de los estados sureños, Se impuso entonces, en sustitución de la esclavitud, un régimen de segregación racial: un auténtico sistema de apartheid, en el que la población negra “liberada” perdió el derecho al voto, se vio expuesta al terror racista del Ku Klux Klan –fundado en 1865– y vio reducidas sus oportunidades a emplearse como aparceros pobres o sirvientes. Una situación que ha marcado profundamente la historia de la sociedad estadounidense.
Desde el punto de vista económico, el fin de la guerra supuso la plena integración del país en la disciplina capitalista. Una vez abolido el sistema esclavista, la persistencia de la discriminación racial dejó de ser un obstáculo para la expansión económica. Desde la década de 1890, Estados Unidos se situó a la cabeza de la Segunda Revolución Industrial, la revolución del acero, la electricidad, la química, el petróleo y el motor de explosión. Este proceso estuvo directamente ligado a la concentración de capital en grandes grupos económicos, como la Standard Oil Company de los Rockefeller, interesados en extender el área de influencia de Estados Unidos más allá de sus fronteras nacionales.
Así, a finales del siglo XIX, la pulsión imperialista estadounidense se extendió hacia el Pacífico y la cuenca del Caribe. Tras la Guerra de Cuba, en 1898, España cedió a Estados Unidos Puerto Rico, Filipinas y Guam, que pasaron a convertirse en colonias bajo su dominio, mientras que Cuba, cuya independencia fue reconocida formalmente, se transformó, de facto, en un protectorado de la potencia norteamericana. En 1903, después de que su escuadra apoyara la separación de Panamá y Colombia, Estados Unidos se apoderó de la futura zona del canal de Panamá, que se concluyó en 1914, donde estableció un cuasi-protectorado. Con la ocupación de Nicaragua (1912-1933), Haití (1915-1934) y la República Dominicana (1915-1924), el mar Caribe se convirtió en un “lago estadounidense”, antesala del “patio trasero” en que se convertiría América Latina.

Hundimiento del Maine, pretexto de EEUU para la guerra con España (El Orden Mundial)
En el Pacífico, bajo la presión de balleneros, ganaderos y propietarios de plantaciones llegados desde California, las islas Hawai fueron anexionadas en 1898. Un año después, Estados Unidos se repartió Samoa con Alemania, asegurándose así la ruta hacia Asia.
Este dispositivo de expansión exterior se enmarcó en dos principios: la conocida Doctrina Monroe, formulada en 1823, y el Corolario Roossevelt de la Doctrina Monroe, enunciado en 1904. La primera fue una declaración de política exterior del presidente James Monroe, resumida en el eslogan “América para los americanos”, que advertía a las potencias europeas que cualquier intento de colonización o intervención en América sería considerado una agresión a la seguridad y los intereses de Estados Unidos. El Corolario añadido por Theodore Roosevelt reinterpretó la formulación de Monroe, afirmando el derecho de Estados Unidos a intervenir en los asuntos internos de los países latinoamericanos como una “potencia policiaca internacional”, en caso de que éstos tuvieran una “mala conducta”, es decir, si desafiaban los intereses estadounidenses.
Ambos principios, unidos a la idea del “Destino Manifiesto” (1845), que sostenía que la nación estadounidense estaba predestinada por la providencia divina a expandirse desde el Atlántico hasta el Pacífico, sentaron las bases del expansionismo estadounidense, primero en el hemisferio occidental y luego en el resto del mundo. La idea del destino providencial sirvió, en su origen, para justificar la conquista del Oeste; la Doctrina Monroe, que inicialmente tenía un tono defensivo, contribuyó a consolidar el liderazgo de Estados Unidos en el continente americano; y el Corolario Roosevelt transformó esta orientación defensiva en la justificación de una política intervencionista.
Bajo este marco, el ejercicio abierto o encubierto de la fuerza ha sido parte integral de la política exterior estadounidense. En los últimos 125 años, se cuentan por decenas las intervenciones políticas y militares con las que Estados Unidos ha hecho valer sus intereses como potencia imperialista, por encima de cualquier otra consideración.
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