El caso Rubiales ha demostrado que la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual (Ley del “sólo sí es sí”) que promovió el Ministerio de Igualdad, con Irene Montero a la cabeza, era necesaria y que la campaña de hostigamiento que las ultraderechas política, mediática y judicial desplegaron en su contra fue una reacción del orden sexista contra la cultura de la igualdad y el consentimiento. No viene mal, por tanto, hacer memoria.
La ley, aprobada por amplia mayoría en el Parlamento español, entró en vigor el 7 de Octubre del año pasado. Su origen está en el clima de indignación y movilización social a que dio lugar el conocido como “caso de La Manada”, en el que la agresión sexual en grupo sufrida por una mujer de 18 años en 2016 fue calificada, en un primer fallo judicial, como un abuso y no como una violación, basándose en que la joven, al quedar bloqueada, no pudo oponer resistencia.
Frente a este modelo penal, que distingue entre abuso y agresión en el acceso forzado al cuerpo de las mujeres, la Ley del “sólo sí es sí” estableció un nuevo paradigma jurídico que puso el consentimiento en el centro (“sólo sí es sí”) y consideró como agresión todo acto de naturaleza sexual no consentido. Se eliminó, de esta forma, la distinción entre “víctimas “abusadas” y “víctimas agredidas”, que hacía depender la calificación del delito de agresión sexual de la actitud de la víctima o de que ésta tuviera que demostrar, con señales en el cuerpo, si hubo violencia e intimidación por parte del agresor.
La ley marcó un hito en el avance social en pro de los derechos de las mujeres. Sin embargo, para las ultraderechas (PP, Vox y tribunas mediáticas afines), representantes de un poder asentado en la desigualdad de género e impregnado de códigos machistas, constituyó una declaración de guerra. Durante todo el proceso de tramitación de la ley hasta su entrada en vigor, estas ultraderechas desplegaron un argumentario en el que se acusaba a la ley de obligar a firmar contratos para tener relaciones sexuales, terminar con la presunción de inocencia o ser el fruto de un feminismo totalitario dirigido contra el hombre blanco heterosexual. En otras palabras, de ser una suerte de engendro punitivista donde las víctimas son los hombres. Sin embargo, después de que un grupo minoritario, pero significativo, de jueces comenzara a dictaminar rebajas de penas a hombres condenados por delitos sexuales, estas mismas ultraderechas no tuvieron el más mínimo pudor en cambiar el argumentario por otro radicalmente opuesto, consistente en culpar a la ley de favorecer a violadores y pederastas y desproteger a las mujeres, o sea, de ser en exceso permisiva. Relatos contrapuestos que, sin embargo, tenían algo en común: el uso consciente y estratégico de la mentira para generar un clima de alarma social que minara la confianza en la nueva ley y sirviera de combustible para atacar al Ministerio de Igualdad, al feminismo y a la coalición de gobierno.
Ni de la letra ni del espíritu de la ley podía ni puede deducirse la equiparación del consentimiento con un contrato o con un atentado a la presunción de inocencia, que es un derecho garantizado en la Constitución. Tampoco es cierto que las revisiones de sentencias a la baja fueran el resultado de la estricta aplicación de la ley. Por el contrario, la ley permite mantener las antiguas penas, en aplicación del derecho transitorio regulado en el Código Penal y avalado por la jurisprudencia, y así lo evidencia el hecho de que la mayoría de los jueces que han revisado sentencias no hayan reducido las penas. En todo ello había un objetivo: desviar el foco de una realidad lacerante: la de que más de un 90% de las mujeres que son víctimas de agresiones sexuales no lo denuncian y que, por tanto, hay agresores sexuales que, amparados en la legislación anterior, nunca han pisado un juzgado y víctimas que no han podido ver reparado el daño causado.
Desde luego, no se puede decir que la ofensiva no surtiera efecto. Con el telón de fondo de una alarma social artificialmente generada, el PSOE cedió a la presión y propuso en Febrero una reforma de la ley, aprobada en Abril en el Congreso de los Diputados con el apoyo del PP, que, si bien mantiene la definición de consentimiento y un único delito, el de agresión sexual, establece dos subtipos delictivos, en función de la existencia o no de violencia e intimidación. Es evidente que, en la práctica, tal como señaló el Ministerio de Igualdad, dicha reforma encierra el riesgo de que la vieja distinción entre abuso y agresión sexual se mantenga con otro nombre. Lo veremos.
A pesar de esta amputación, la Ley del “sólo sí es sí” ha triunfado. Lo ha hecho porque es una ley que va mucho más allá del ámbito penal y abarca todo un conjunto de medidas de asistencia, protección y acompañamiento de las víctimas de violencia sexual y de prevención de la misma, que deben ser garantizadas por las políticas públicas. Y también, porque ha sido una pieza fundamental en la difusión social de la cultura del consentimiento, que estos días, a raíz del caso Rubiales, se ha visto claramente consolidada. Quizás la prueba más significativa de ello sea la movilización en redes sociales bajo la etiqueta #Se acabó, acuñada por las futbolistas de la Selección española, que ha ido más allá del fútbol para albergar los testimonios de miles de mujeres que, ahora sí, han roto el silencio y se han lanzado a compartir las agresiones sexuales que han sufrido por parte de sus respectivos “Rubiales”.
Ahora es cuando se ha puesto claramente de manifiesto que la lucha de Irene Montero y de quienes la acompañaron en su tarea y se tomaron en serio las políticas de igualdad mereció la pena.
Sin duda alguna, sí es sí.
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