Desde el momento mismo en que se produjo la afluencia masiva de personas migrantes a Ceuta, el lunes y martes pasados, los peones de la extrema derecha comenzaron a movilizarse. El ayatollah Abascal dijo en Twitter que “Marruecos está invadiendo Ceuta con miles de asaltantes por la inacción cobarde y criminal del Gobierno que ha rendido nuestra frontera Sur” y que el Ejército debía desplegarse para “expulsar a los invasores”. Luego se plantó en Ceuta como si fuera a supervisar unas operaciones de combate y siguió agitando el avispero a través del altavoz que le brindaron medios de comunicación. Puesta en marcha la cañería del odio, ésta se tradujo en el linchamiento en las redes sociales a Luna Reyes, la voluntaria de la Cruz Roja que consoló a un inmigrante en la playa de El Tarajal, un linchamiento en el que participaron, con sendos tweets miserables, Hermann Tertsch, eurodiputado de Vox, y Cristina Seguí, confundadora del grupo neo-fascista.
Todo ello son manifestaciones del discurso fascista del odio. Para el fascismo hay quien vale más y quien vale menos y señala como enemigos de la nación a quienes, por valer menos, no valen nada. La nación que el fascismo invoca es la pantalla en la que camufla lo que verdaderamente le define: el refrendo de la desigualdad. Por ello, el odio forma parte de su ADN. Es el arma que utiliza con el fin de perpetuar las fracturas de la desigualdad, de clase, de género, de orientación sexual y étnica, a costa de dinamitar el camino de la solidaridad y la igualdad. Confundir a conciencia a personas que, engañadas por el rey Mohamed VI, huyen de la penuria en busca de una vida mejor con asaltantes guiados por la intención de invadir un país, como hizo Abascal, podría haber resultado ridículo no hace mucho tiempo. Hoy forma parte de una estrategia belicista que tiene como enemigo a batir la identificación de la democracia con la igualdad de derechos y la justicia redistributiva, es decir, con la inclusión. Si esta estrategia puede prosperar es gracias a que hay gente más dispuesta a reafirmarse en sus prejuicios frente “al otro” que a tomarse la molestia de conocer la verdad.
De la normalización política y mediática del discurso del odio a la violencia hay un paso, que ya se ha traspasado en numerosas ocasiones. Cabe preguntarse, por tanto, si dicho discurso merece estar incluido en el derecho a la libertad de expresión. Lanzo algunas ideas al respecto:
Una cosa es expresarse libremente y otra la libertad de expresión entendida como un derecho a proteger en democracia. Lo que define la libertad de expresión como derecho democrático es su rango de derecho fundamental y, como tal, no es sólo un derecho individual, sino también uno de los pilares sobre los que descansa el orden democrático. En función de su vínculo con la democracia, el derecho a la libertad de expresión tiene como ámbito de protección la transmisión e intercambio público de ideas relacionadas con el funcionamiento y la gestión de la sociedad y, como finalidad, la formación de una opinión pública libre, condición necesaria para el ejercicio de otros derechos democráticos. En otras palabras, el derecho a la libertad de expresión es tanto la libertad de quien habla como un ingrediente consustancial del bien común.
¿Forma parte, por tanto, el discurso del odio del ejercicio del derecho a la libertad de expresión? Desde luego, puede resultar fácil responder afirmativamente cuando no se está directamente señalado o amenazado por el mismo. Pero lo cierto es que un discurso que utiliza el odio como única estrategia posible y que pone en el punto de mira a inmigrantes, personas pobres o racializadas, mujeres feministas o personas LGTBI, entre otros, atenta contra los fundamentos en que se apoya la democracia y el bien común.
Es evidente, por tanto, que la libre expresión del odio hacia quienes están en situación de vulnerabilidad no forma parte del derecho a la libertad de expresión. Esta evidencia implica, al margen del tratamiento jurídico de los delitos de odio, la obligación ética de no contribuir a que el discurso de los promotores del odio se normalice en la vida política, los medios de comunicación y las redes sociales. Al discurso del odio no se le tolera, se le destierra. Y, para ello, es fundamental fomentar la educación en valores democráticos y promover espacios de debate público donde se den cita la empatía y el intercambio fructífero de ideas. Es una cuestión de convivencia.
Mati dice
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