No cabe duda de que la oleada de violencia racista sufrida recientemente por la localidad murciana de Torre Pacheco fue el resultado de una operación orquestada por sectores de la extrema derecha partidista y mediática, que usaron como pretexto la agresión a una persona mayor para promover, a través de redes sociales y aplicaciones de mensajería, una auténtica cruzada contra la comunidad magrebí. Así lo ha puesto de manifiesto claramente la asociación Acción Contra el Odio (ACO) en la macrodenuncia presentada el pasado 15 de julio ante la Unidad de Delitos de Odio de la Fiscalía General del Estado, dirigida contra 19 individuos y plataformas digitales acusados de instigar dicha operación. Entre ellos, se encuentran cargos de Vox como José Ángel Antelo (presidente de Vox en Murcia y vicepresidente del gobierno regional); agitadores ultras como Daniel Esteve (Desokupa), Vito Quiles y Bertrand Ndongo; grupos de extrema derecha como Frente Obrero; y plataformas como Españabola, EDA TV o Revuelta, entre otros. En la denuncia se señalan los bulos, vídeos falsos y mensajes de odio que contribuyeron directamente a las agresiones perpetradas por escuadristas ultras y neonazis contra la población magrebí.
Estos graves hechos no fueron un episodio aislado, limitado a una localidad, un solo colectivo o un momento puntual en que las más bajas pasiones se desatan. Por el contrario, son el reflejo de un clima político tóxico, alimentado durante años por la derecha neofascista, con Vox como mascarón de proa, que invoca una idea excluyente de la patria — “España, una, grande y libre”— para legitimar un discurso de odio —“A por ellos”— que convierte los derechos humanos en amenaza y a las personas migrantes en chivos expiatorios. Quienes deshumanizan a las personas migrantes, las presentan como un peligro e incitan a su cacería y expulsión son también los que van a por los progresistas, las feministas, la comunidad LGTBI+ y a por todo aquel que desafíe su agenda ultraderechista, una agenda firmemente anclada en posiciones de poder nacional y global.
De la normalización política y mediática del discurso de odio a la violencia hay un paso, que ya se ha traspasado en demasiadas ocasiones, tanto dentro como fuera de España. Torre Pacheco es solo un ejemplo más. De ahí, la necesidad democrática de reafirmar frente al mismo los valores que fundamentan el derecho a la libertad de expresión.
Cualquier persona es libre de expresar lo que le venga en gana, incluyendo su propias fobias. Pero una cosa es expresarse libremente y otra, entender la libertad de expresión como un derecho que debe ser protegido en democracia. Lo que define la libertad de expresión como derecho democrático es su rango de derecho fundamental, y, como tal, no es sólo un derecho individual, sino también uno de los pilares sobre los que descansa el orden democrático. En función de su vínculo con la democracia, el derecho a la libertad de expresión protege la transmisión e intercambio público de ideas relacionadas con el funcionamiento y la gestión de la sociedad y tiene como objetivo la formación de una opinión pública libre, condición necesaria para el ejercicio de otros derechos democráticos. En otras palabras, el derecho a la libertad de expresión es tanto la libertad de quien habla como un ingrediente consustancial del bien común.
Es evidente que el discurso de odio no cumple con estos requisitos. Su objetivo no es servir al bien común, sino perpetuar las fracturas de clase, de género, de orientación sexual o étnicas que existen en la sociedad, poniendo en el punto de mira a quienes son señalados como “los otros”. Es un discurso funcional a los poderes económicos, mediáticos y del llamado Estado profundo que promueven el neofascismo, pero que resulta letal para la convivencia democrática.
Dicha evidencia implica, más allá de la necesaria aplicación del artículo 510 del Código Penal, que define y castiga los delitos de odio, la obligación ética de no contribuir a la normalización de este discurso en la vida política, los medios de comunicación y las redes sociales. Al odio, como estrategia fascista, no se le tolera, se le destierra. Y, para ello, es fundamental fomentar los valores democráticos en todos los ámbitos de la vida social y promover espacios de debate público donde se den cita la empatía y el intercambio fructífero de ideas. Es una cuestión de convivencia. Como señaló el filósofo Karl Popper en su obra La sociedad abierta y sus enemigos, escrita durante la Segunda Guerra Mundial desde su exilio en Nueva Zelanda, “Si extendemos la tolerancia ilimitada incluso a quienes son intolerantes…entonces los tolerantes serán destruidos y la tolerancia con ellos.”
En este sentido, es de justicia celebrar la aprobación por el Congreso de los Diputados, el pasado 22 de Julio, de la reforma que permite retirar la acreditación como periodistas a los agitadores ultras que, como Vito Quiles o Bertrand Ndongo, han utilizado la sede de la soberanía popular como plataforma para difundir bulos y acosar a diputados y periodistas progresistas. No es censura, es salud democrática.
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