El domingo 15 de Diciembre concluyó la cumbre de la ONU sobre cambio climático en Madrid (la COP25).
La celebración de la cumbre vino precedida por la aprobación en Noviembre en el Parlamento europeo de una resolución que declara una situación de «emergencia climática y medioambiental» en Europa y a nivel global. Es evidente que esta situación de emergencia es una realidad incuestionable. Pero éstos no son tiempos para que las evidencias generen consensos. En la cumbre de Madrid, se ha hecho visible la brecha sobre lo que significa la emergencia climática para la comunidad científica y los movimientos ecologistas, por una parte, y para las grandes corporaciones ligadas a la explotación de los combustibles fósiles y los gobiernos neoliberales que les sirven de cobertura política, por otra. Para los primeros, la emergencia climática consiste en la necesidad imperiosa de salvar la vida del planeta y en el planeta; para los segundos, en la prisa por blanquearse tiñéndose de verde. ¡El permanente espacio en disputa entre el bien común y el interés privado!
El interés privado ha terminado neutralizando el potencial emancipador que podía haber tenido la cumbre. Los gobiernos, más dispuestos a entregar a los mercados el negocio del carbono que a descarbonizar, se han emplazado a seguir hablando y a los representantes de la sociedad civil, la juventud y los pueblos indígenas se les han dado las gracias por su preocupación. ¡La sinrazón en el poder y la razón “condenada” a seguir luchando!
En la estrategia mediática por mantener a buen recaudo los intereses oligopólicos de las grandes empresas, cuya presencia en la cumbre como patrocinadores ha conformado un cuadro algo surrealista de la misma, se ha pretendido reforzar en la sociedad la idea de que la contaminación mundial y el consiguiente aumento del calentamiento global es asunto de todos, de no abusar de la electricidad o no dejar que el agua de la ducha corra demasiado. Sin embargo, con independencia del impacto real en el medioambiente generado por los hábitos de consumo, sobre todo en los países enriquecidos, habría que tener en cuenta algunos datos para enfocar la cuestión. Veamos:
– El 71% de las emisiones de CO2 son emitidas por tan sólo 100 compañías, algunas de renombre mundial.
– La empresa de gas y electricidad Endesa es la más contaminante del país y, al mismo tiempo, ha sido la principal empresa patrocinadora de la cumbre de Madrid.
– El 76% de las emisiones se producen en los países del G20, y encabezan la lista Estados Unidos y China, ésta última después de que en 1978, durante el mandato de Deng Xiaoping, se apuntara a la “revolución neoliberal”, liderada por Reagan y Thacher en Occidente. Ambos países, ausentes en la cumbre.
– Estados Unidos, con un 4% de la población mundial, genera un 12% de los residuos mundiales.
– Los países enriquecidos producen una cantidad de residuos, sobre todo electrónicos y plásticos, que sobrepasa su capacidad para gestionarlos y, por tanto, acaban exportándolos a los países empobrecidos.
Son sólo algunos ejemplos ilustrativos, pero que ponen el dedo sobre la cuestión fundamental de las responsabilidades. ¿Somos nosotros, los consumidores, expuestos al bombardeo sobre lo que hay que hacer o dejar de hacer en los hogares para ahorrar, los que hemos de cargar con las responsabilidades del calentamiento global, sin, además, disponer de capacidad para resolverlo, salvo en forma de “granitos de arena”, o lo son las grandes empresas que mantienen emisiones por imperativo del beneficio privado?
Como suele ocurrir con los asuntos conflictivos, el discurso oficial sobre el cambio climático, en su empeño por absolver de responsabilidades a los verdaderos responsables, pone el énfasis en las consecuencias y no en las causas. Y el quid de la cuestión del calentamiento global no está, como causante, en los hábitos de consumo, sino en el crecimiento de la producción de bienes y servicios, incluyendo los financieros, que actúa como el motor de una economía articulada en torno a la lógica del beneficio privado y la expansión del mercado a cualquier precio. Es precisamente esta fe en el “mito del crecimiento” el que, paradójicamente, enferma al propio sistema al tiempo que lo reproduce. Es obvio que no se puede crecer indefinidamente en un planeta finito, y que, en este crecimiento sin fin, quien paga las consecuencias es la ciudadanía, siempre expuesta a las crisis periódicas, y la naturaleza.
¿Cuál es, por tanto, la salida? Dejar de identificar el desarrollo con el crecimiento, valorar los bienes y servicios, no por su capacidad para generar beneficios, sino por la de cubrir las necesidades humanas y apostar decididamente por un desarrollo sostenible que ponga en el centro la dignidad de la vida y de la naturaleza. Es muy sencillo.
Mati dice
Gracias Javier, excelente reflexión
Un abrazo