En una sociedad democrática cualquier avance en el terreno de los derechos y libertades de personas o colectivos integrantes de la ciudadanía debería ser motivo de regocijo general. Esto es válido también para los casos en que una Comunidad Autónoma alcance mayores cotas democráticas de autogobierno. Supone el reconocimiento del derecho a la expresión política de una identidad común. Es lo que ha ocurrido con la reciente aprobación del Estatuto de Cataluña por la inmensa mayoría del Parlamento catalán en un ejercicio de ejemplar consenso del que el Partido Popular se ha autoexcluido.
No es definitivo. El Estatuto debe pasar aún por el debate en el Parlamento español donde, a buen seguro, verá limadas algunas aristas, pero nadie puede objetar que tanto la forma negociada en que se ha gestado como el propio contenido de su articulado responden a principios profundamente democráticos. Otra cosa es que pueda contener aspectos de difícil casación con una interpretación estrictamente jurídica de la Constitución. En manos de los políticos está el resolverlo, pero el punto de partida de los posibles retoques no puede ser otro que el del profundo respeto que ha de merecer la decisión de un Parlamento que representa legítimamente a la ciudadanía que vive en Cataluña y que, junto con la Generalitat, forman parte del Estado español.
No parece ser ésta la actitud del Partido Popular ni de los medios de comunicación afines al mismo. Asombra que, ya bien entrado el siglo XXI, la derecha española interprete el legítimo derecho que asiste a un parlamento autonómico a definir a su comunidad autónoma como nación, en función de profundas razones históricas y culturales, como un peligro que amenaza el sagrado bien de lo que eufemísticamente se denomina “unidad de España” y lo utilice como pretexto para la articulación de un discurso ideológico que persigue, sin reparar en medios, el descrédito gratuito de la clase política catalana, el del gobierno socialista y en especial el del presidente Rodríguez Zapatero como presunto impulsor, es decir, culpable, de la propuesta de autogobierno catalán. Demuestran, de esta manera, que más allá de la aportación de propuestas positivas, están mucho más interesados en arrojar a la arena política la manzana de la discordia, sabedores (la derecha siempre ha sido así) de los réditos electorales que puede aportar el mantenimiento de un conflicto abierto entre Cataluña y el resto de España.
Quienes asocian al Estatuto de Cataluña con un cambio de régimen, como el ex – presidente Aznar, con la claudicación del gobierno español ante las propuestas “demoníacas” de Carod Rovira, con el Plan Ibarrexte o, incluso, como el neofascista de la COPE Jiménez Losantos, con la antesala de la negociación con ETA, parecen olvidar las aportaciones que desde Cataluña se han venido realizando desde la transición a la estabilidad de la democracia española. Ante la gravedad de sus acusaciones cabría preguntarse sobre los motivos por los que no emprenden acciones legales. La respuesta parece sencilla. En el fondo estos corifeos deben saber que su discurso se apoya en la falsedad y en el intento de sembrar el odio, un patrimonio histórico de la derecha ultraconservadora, altamente rentable políticamente. Afortunadamente en la calle, en la convivencia del día a día es casi imposible encontrar mentes tan retorcidas. La verdad, si ser español significara aceptar lo que representa toda esta derecha reaccionaria, sería el momento de pensar en cambiar de nacionalidad, al menos en lo que a mi respecta. Afortunadamente nuestro país está lleno de encantos y, entre ellos, esta maravillosa pluralidad que a todos y todas enriquece. Por eso desde aquí, como español no catalán digo orgulloso: Felicidades Cataluña.
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