
La derecha española, tanto partidista como empresarial, ha hecho de la idea de meritocracia uno de sus fetiches discursivos estrella. Según este relato, el éxito —o el fracaso— en la vida depende exclusivamente del esfuerzo y la capacidad individual, al margen de las condiciones materiales y culturales de partida que determinan en gran medida las oportunidades reales de cada persona.
El pasado 26 de septiembre, durante el Forbes Spain Economic Summit, el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, recurrió a esta narrativa al afirmar que falta gente para ser empleada porque “mucha gente no quiere trabajar”. Además, se sirvió del ejemplo del tenista Carlos Alcaraz, a quien atribuyó una jornada de entrenamiento superior a las 37,5 horas semanales
—en alusión a la propuesta del Gobierno de reducir la jornada legal a 37,5 horas—, para contraponer la “cultura del esfuerzo”, personificada en el deportista de élite, a la supuesta “falta de actitud” de la población trabajadora. Con ello, trasladó el mensaje de que los problemas del mercado laboral no se deben a los bajos salarios o la precariedad, sino a una carencia individual de esfuerzo. En otras palabras: según Garamendi los ricos son ricos porque se esfuerzan; los pobres son pobres porque no lo hacen.
Es una visión absolutamente simplista, desmentida por la realidad de un país en el que personas trabajadoras que se esfuerzan al máximo pueden cobrar mil euros al mes, mientras otras acumulan millones gracias a una herencia o a los dividendos desmesurados que genera la fama. En este contexto, el relato de Garamendi tiene una clara intencionalidad: justificar la desigualdad social y encubrir las estructuras que la sostienen. No es una simple opinión: es un discurso de clase al servicio de los intereses que representa.
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