En estos días, el municipio murciano de Torre Pacheco se ha convertido en escenario de una alarmante explosión de violencia racista. A raíz de la agresión a una persona mayor —atribuida por diversos medios y canales de extrema derecha a tres jóvenes de origen magrebí—, grupos de escuadristas neonazis se han movilizado a través de redes y aplicaciones de mensajería para desatar auténticos pogromos contra personas migrantes, que han incluido persecuciones callejeras, agresiones físicas, destrozos de vehículos y ataques a comercios.
No se trata de un episodio aislado. Es el resultado del clima político alimentado durante años por la ultraderecha, con Vox como mascarón de proa, que se sirve de una idea excluyente de la patria —“España, una, grande y libre”— para legitimar un discurso de odio —“A por ellos”— que convierte los derechos humanos en una amenaza y a las personas migrantes en chivos expiatorios.
El racismo y el odio fascista no afectan solo a quienes los sufren directamente: nos interpelan a todos como sociedad. Frente a ellos, la indiferencia, la neutralidad o el silencio no son posturas inocuas: en la práctica, operan como formas de consentimiento. Tomar partido contra el racismo y la violencia fascista organizada no es someterse a una ideología, sino asumir conscientemente una posición (ideológica) que pone en el centro la dignidad humana y el bien común.
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