Para los lobbies ultra-derechistas, fuertemente anclados en posiciones de poder y firmemente representados por el PP y Vox, cualquier pretexto es válido para desplegar su programa de fobias y odios (lo llaman “guerra cultural”) contra todo lo que les huela a progresismo, es decir, contra todo lo que no cuadre con su mentalidad retrógrada.
Como es sabido, con la apertura del nuevo año, los lobbies ultra-católicos Hazte Oír y Abogados Cristianos anunciaron su intención de denunciar a David Broncano y Laura Yustres (Lalachus), presentadores de las campanadas de 2025 en RTVE, además del presidente del ente público, José Pablo López, por un presunto delito contra los sentimientos religiosos, después de que la humorista mostrara una estampita de la vaquilla del “Gran Prix” con la iconografía del Sagrado Corazón. El comunicado fue apoyado, nada menos, por el presidente de la Conferencia Episcopal Española, Luis Argüello. En fin, hace falta tener la mente retorcida para ver en una representación icónica, que se ha usado siempre como una broma o un meme para elogiar a artistas, deportistas y famosos de todo tipo una “ofensa al cristianismo”.
Lalachus y Broncano durante la retransmisión de las campanadas 2025
Para justificar la denuncia, se apoyaron, como en tantas otras ocasiones, en el artículo 525 del Código Penal, vigente desde mayo de 1996, que atribuye el citado delito a los que “para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa hagan públicamente ……….escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan y practican”. Nótese que el artículo deja claramente de manifiesto que, para que exista delito, debe haber intencionalidad, algo que brilla por su ausencia en el caso del gesto de Lalachus mostrando la estampita.
No hace falta rascar mucho para darse cuenta de que esta figura penal constituye una versión actualizada del pecado medieval de herejía y blasfemia, perseguido y castigado como delito en virtud de la unión secular entre el poder civil y el eclesiástico. Durante la dictadura franquista, dicho delito, circunscrito a las ofensas a la religión católica, sirvió para apuntalar el férreo control de la Iglesia Católica sobre la moralidad pública. Con su extensión, en el Código penal de 1996, al conjunto de las confesiones religiosas, la jerarquía eclesiástica logró que el delito fuera preservado y, al mismo tiempo, legitimado dentro de un nuevo marco de aparente igualdad entre confesiones, en el que la Iglesia podía diluir su predominio social e ideológico.
No es, por tanto, una figura penal pensada para defender la libertad de cultos. Por el contrario, el delito contra los sentimientos religiosos constituye un instrumento de censura que permite que asociaciones integristas, como Hazte Oír o Abogados Cristianos, lo utilicen para coartar la libertad de expresión de artistas, humoristas o profesionales, fabricar denuncias que puedan ser utilizadas por la ultra-derecha política, mediática y judicial como frente contra el actual Gobierno, y mantener a la Iglesia Católica –una institución que, gracias a nuestros impuestos, dispone de un acceso privilegiado a las conciencias, las aulas y las arcas del Estado– a salvo del escrutinio público.
Detrás de todo ello no está el amor al prójimo, sino el poder y el dinero.
Si se tiene en cuenta que un indicador para evaluar la salud democrática de una sociedad reside en su grado de secularización y en el nivel de independencia del poder civil con respecto a otras instituciones, como el Ejército y la Iglesia, es evidente que el delito contra los sentimientos religiosos no debería reformarse, sino, directamente, derogarse.
En democracia, la ley debe proteger el derecho a practicar una religión, pero este derecho no implica el de no ser ofendido por profesar una determinada creencia religiosa.
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