El pasado domingo, 28 de Julio, se celebraron elecciones presidenciales en Venezuela. Pasada la medianoche, el organismo competente, el CNE (Consejo Nacional Electoral), con el 80% de los votos escrutados, hizo públicos los resultados electorales. Éstos concedieron la mayoría al actual presidente, Nicolás Maduro, con 5.150.000 de votos, el 51,2%, frente al principal candidato de la oposición, Edmundo González Urrutia, que obtuvo 4.445.978, el 44% de los sufragios. Cinco días después, con casi el 100% del voto escrutado, el recuento electoral arrojó unos resultados similares. La suma de los votos conseguidos por el resto de los candidatos no llegó al 5%.
Apenas tuvo lugar la primera comunicación del CNE declarando el triunfo de Nicolás Maduro, la oposición de derecha y ultraderecha, coaligada en la Plataforma Unitaria Democrática (PUD), liderada por María Corina Machado, denunció, sin aportar prueba alguna, fraude electoral, proclamó la victoria de Edmundo González, atribuyéndole el 70% de los votos (algo difícilmente creíble para todo aquel que conozca la realidad electoral venezolana), y llamó a la movilización en las calles. El guión estaba escrito de antemano: los resultados electorales sólo serían reconocidos como legítimos si ganaba Edmundo; si lo hacía Maduro, su victoria sería considerada un golpe de Estado. Y, ya se sabe, acusar a un presidente (o gobierno electo) de ilegítimo o golpista equivale a justificar que pueda ser derrocado mediante un golpe de Estado. Paradojas ideológicas.
Nicolás Maduro celebra su reelección junto a sus simpatizantes (Imagen tomada de El Periódico de España)
Manifestación de apoyo a Corina Machado y González Urrutia (Imagen tomada de El Periódico de España)
En realidad, es la operación desplegada por la oposición venezolana, con M. Corina Machado a la cabeza, para impugnar la reelección de Maduro y proclamar la victoria de González Urrutia la que ha seguido una hoja de ruta claramente golpista: preparación de la opinión pública con encuestas previas a la jornada electoral que auguraban un triunfo apabullante e irreversible del candidato opositor; sabotaje del sistema informático del CNE para impedir que éste pudiera publicar en tiempo y forma los resultados electorales definitivos mesa por mesa y, así, la oposición pueda presentar los suyos como los únicos válidos; llamamiento a la insurrección popular, con acciones generadoras de un clima de violencia y represión, con sangre en las calles y detenidos en las comisarías, con objeto de presentar a Maduro como un dictador; incitación (el pasado 5 de Junio) a los mandos militares y policiales para, según el comunicado firmado por Machado y González Urrutia, “respetar y hacer respetar los resultados (sus resultados) de las elecciones”, es decir, para que desobedezcan la ley, lo que ha provocado que la Fiscalía de Venezuela anuncie la apertura de una investigación penal contra ambos líderes; finalmente, el mismo 5 de Junio, autoproclamación de González Urrutia como presidente electo de Venezuela, que rememora, en un claro paralelismo, la de Juan Gaidó en 2019. Realmente, piensa el ladrón que todos son de su condición.
Protesta contra la reelección de Nicolás Maduro (Imagen tomada de conectaarizona.com)
Este conjunto de acciones nada tienen que ver con una defensa de la democracia y los derechos humanos de los venezolanos. El objetivo real es el derrocamiento del Gobierno de Maduro y la toma del poder por los representantes de la oligarquía venezolana para imponer un programa neoliberal, en línea con el de las ultraderechas latinoamericanas, como el de Milei en Argentina, que contempla la privatización de la gran empresa estatal venezolana, Petróleos de Venezuela, SA (PDVSA), la entrega de las reservas de petróleo, las mayores del mundo, oro y coltán a las corporaciones transnacionales y el realineamiendo de Venezuela con Estados Unidos con un status, de facto, semi-colonial. Junto con ello, la persecución de dirigentes chavistas y la represión de las organizaciones populares. Es evidente que la oposición no lo va a reconocer abiertamente. Un golpe de Estado nunca es un golpe de Estado para quien lo perpetra, sino una legítima rebelión popular en nombre de la libertad.
Nada nuevo. Esta ofensiva contra el Gobierno venezolano forma parte del programa de desestabilización con el que Estados Unidos y sus aliados en las élites latinoamericanas han intentado acabar con el proceso bolivariano desde que éste, liderado por Hugo Chávez, se pusiera en marcha en 1999. A lo largo de las dos últimas décadas, dicho programa ha incluído: el golpe militar, como el perpetrado contra el Gobierno de Hugo Chávez en 2002 o el que se intentó contra Maduro en 2019; la organización de protestas masivas, con presencia de grupos violentos, como las de 2014 o 2017; el boicot económico, con medidas como el embargo petrolero o el bloqueo de las acciones de pago estatales para la adquisición, entre otros productos, de alimentos y medicinas; y, por último, los intentos de aislar diplomáticamente al país, como el que dio lugar a la creación del Grupo de Lima en 2017. En este cierre de filas oligárquico contra la “revolución bolivariana”, los grandes medios de comunicación occidentales, alineados claramente en el frente anti-chavista y abdicando abiertamente de su responsabilidad de garantizar el derecho ciudadano a una información veraz, han jugado y juegan un papel fundamental.
No, la clave que explica esta sucesión de campañas de acoso de arribo no es que la República Bolivariana de Venezuela sea una dictadura que niega las libertades a su pueblo. Lo que realmente está en juego en esta confrontación es el control de los recursos naturales del país y su papel geopolítico en el mundo.
A pesar de todo, el Gobierno presidido por Nicolás Maduro resiste y parece estar en condiciones de seguir haciéndolo. En los últimos días, las cancillerías occidentales, con Estados Unidos al frente, se han inclinado por la cautela antes que por un reconocimiento de González Urrutia análogo al que tuvo Juan Guaidó tras autoproclamarse, en 2019, presidente «encargado» de Venezuela. En ello, ha sido esencial, sin duda, la mediación de los gobiernos progresistas de Brasil, Méjico y Colombia para sacar el conflicto de las calles y situarlo en el campo de las instituciones y la diplomacia. Conviene señalar, además, que estos tímidos giros de guión están teniendo lugar en un nuevo contexto estratégico, fundamentalmente derivado de la guerra en Ucrania, en el que Estados Unidos se ha visto obligado a negociar con el Gobierno venezolano para asegurarse fuentes adicionales de petróleo a cambio de suavizar algunas de las sanciones. En el momento de escribir estas líneas es difícil calibrar el significado de estos movimientos. No hay que olvidar, en todo caso, que la mayoría de las medidas de boicot económico siguen vigentes y que el principal interés del establishment estado-unidense con respecto a Venezuela es la incorporación del país a su patio trasero.
PD.- Éste no es un texto que intente justificar nada. Simplemente, se pretende hacer hincapié en que los amigos de Venezuela no son los que tienen el hocico puesto en el petróleo y otras materias primas valiosas, ni los que damnifican a la ciudadanía, a ambos lados del Atlántico, con estrategias mediáticas de desinformación. Una cosa es ejercer la oposición y la crítica, siempre saludables, y otra, practicar la guerra sucia, que jamás podrá solucionar nada que pueda solucionarse mediante el juego limpio. No es necesario ser chavista para comprenderlo.
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