El Cielo concedió al Poder el uso de su corona de asteroides. Y el Poder, orgulloso de sus capacidades renovadas, se entregó al plan de quebrar la Armonía. Dislocó las órbitas astrales, extinguió los gases protectores, cegó las luces estelares, permitió la libre circulación a los aerolitos. Y, en su petulante patología, vitoreó el estruendo de las colisiones, aplaudió el torbellino de los desechos, celebró la impotencia de los truenos… Pero, entronizado en las alturas, no recaló en las luciérnagas, tan pequeñas como grandes, tan insignificantes como colosales, prestas a sustituir a las estrellas.
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