Si por algo se caracterizaron los actos desplegados con motivo del fallecimiento de la reina Isabel II (8 de Septiembre), la proclamación de su hijo como nuevo rey del Reino Unido con el nombre de Carlos III y los funerales de Estado en Londres (19 de Septiembre) fue por la desmesura ceremonial y el derroche de recursos. La puesta en escena fue la propia de una auténtica beatificación y el formato mediático para cubrir el evento y sus derivadas colaterales, el propio de la prensa del corazón, incluyendo la televisión pública. Todo ello, en medio de la “crónica de una recesión anunciada”. Y así andamos.
Se repitió en esos días por activa y por pasiva que la muerte de Isabel II y la entronización de su hijo Carlos constituyen un gran acontecimiento histórico. ¡Como si no hubiera historia más allá de los grandes personajes! Pero, ¿qué decir de los supuestos méritos históricos de la reina Isabel II? En realidad, resulta difícil ver más mérito que el de su propia longevidad (muere con 96 años), que es la que fundamenta la continuidad de la propia monarquía, y el de haberse mantenido al margen de los asuntos de Estado para dedicarse a los negocios familiares, que le permitieron amasar una de las más grandes fortunas del mundo. Y ello, sin contar con trapicheos como el del desembolso de 12 millones de libras para pagar a la mujer que denunció a su hijo Andrés por supuesto abuso sexual y librarlo, de esta forma, del proceso judicial. Posiblemente haya más historia en lo que Isabel II no ha hecho: reconocer los crímenes y atropellos cometidos bajo el paraguas del Imperio británico y, posteriormente, del Reino Unido como gran potencia post-colonial. Es por poner un ejemplo. Quien guarda silencio, otorga.
No se trata de negar el papel histórico jugado por la monarquía de los Windsor o considerar que el actual trance sucesorio de la dinastía se puede ventilar como una simple anécdota. Pero una cosa es eso y otra, bien diferente, participar del toque de corneta para hacer del sepelio y los funerales de Isabel II el pretexto para una sacralización obscena que otorga a la vida de la reina británica un valor superior al de los “débiles mortales” por el simple hecho de haber nacido con el cetro real bajo el brazo.
Así que, me permito unas consideraciones sobre el significado actual de la monarquía.
La monarquía es una institución política cuya cabeza, rey o reina, ostenta la jefatura del Estado de manera hereditaria y vitalicia. Es, por tanto, una institución basada en el privilegio, ajena al escrutinio popular y, en consecuencia, no sujeta a las responsabilidades propias de un cargo elegido democráticamente. Si ha sobrevivido en el marco de las democracias occidentales es por la doble función que se le ha atribuído: en primer lugar, como representación neutra del poder que garantiza con su continuidad la del propio poder; en segundo lugar, como símbolo nacional situado al margen de las “trifulcas políticas”. En el caso de la monarquía británica, esta función simbólica va más allá. No sólo es una monarquía que se presenta como el símbolo de la unidad de las naciones que componen el Reino Unido, sino también como el modelo universal de las monarquías parlamentarias. Es el fruto de una tarea nacionalizadora en la que participan los gobernantes, las instituciones públicas y privadas, las escuelas, las universidades y los medios de comunicación. Casi nada.
En todo caso, el éxito de que una monarquía cumpla con su doble función, representativa y simbólica, depende del consentimiento social que se articule en torno a la misma, de que la ciudadanía la considere como una seña de identidad propia. Y lo propio, para ello, es que, dentro de las diferencias de status entre monarcas y “súbditos”, se cultive la imagen del rey o reina como ser ejemplar, cabeza de familia modélica y líder hondamente preocupado/a por la suerte de sus compatriotas.
Sin embargo, lo que ocurre es que las operaciones de lifting político-mediático tienen sus límites. Los reyes y reinas pertenecen, como clase, a la aristocracia que basa su poder en la acumulación de riqueza y en el privilegio de sangre que permite heredar fortunas. Por tanto, no están a salvo de las prácticas fraudulentas vinculadas al mundo de los negocios. El ex-rey Juan Carlos I es un buen ejemplo de ello. Probablemente, la corrupción que saqueó las arcas públicas del Estado español y enriqueció a una panda de mangantes deba mucho al conocimiento que en las altas esferas se tuvo de los tejemanejes financieros del llamado, todavía, rey emérito, ocultos durante años a la ciudadanía.
A pesar de ello, la monarquía sigue viva y muy viva. Los escándalos de la familiia real británica o la de los Borbón tienden a presentarse como asuntos personales, fruto de los caprichos y las extravagancias a las que, inevitablemente, conduce la vivencia de una situación de privilegio, no como una manifestación del ADN de la propia monarquía. Porque, para el sistema, una cosa es la monarquía como institución y otra la persona que la representa. La monarquía tiene que sobrevivir.
De todo ésto sabemos en este país. El desprestigio cosechado por Juan Carlos I a raíz de la cadena de escándalos que salieron a la luz después de la famosa cacería de Boswtwana, en 2012, sirvió para relanzar la imagen del reinado de su hijo, Felipe VI. La pregunta es: ¿De verdad puede establecerse la distinción entre rey/reina y monarquía cuando la monarquía es una institución unipersonal que sólo obedece a la herencia? ¿No es ésto una paradoja?
Giancarlo dice
🎩
Buena exposición del tema. Es el momento adecuado para abrir debate riguroso sobre la utilidad/eficacia de la Monarquia en la actualidad …
Raquel dice
Javi,
Bien estructurado y expuesto, como siempre. Me indigna que las monarquías en general aprovechen su posición y nuestros recursos para que sus desvergüenzas permanezcan ocultas. Sirva de ejemplo nuestro emérito…..
Francisco Jesús García dice
Un poquito de memoria histórica para completar el excelente post sobre la monarquía:
“Nosotros somos republicanos, pero aceptaremos la monarquía siempre y cuando ésta apueste por la democracia. Lo importante ahora no es el debate entre Monarquía o República, sino la elección entre dictadura o democracia, y nosotros estamos claramente con la segunda. Si el Rey asume la Monarquía parlamentaria y constitucional, nosotros lo apoyaremos».
Santiago Carrillo, 16 de abril de 1977
JAVIER SEGURA dice
Una cita fundamental para entender lo que fue la Transición. La monarquía garantizaba la continuidad con el viejo orden. Durante años se cultivó la imagen de un rey «campechano», honesto y ajeno al mal gobierno, lo que implicaba guardar silencio sobre sus tropelías, que quedaban a buen recaudo entre «publicistas y cortesanos». Cuando fue imposible seguirlas ocultando, a raíz de la famosa cacería en Bostwana, no sirvieron para recuperar el debate Monarquía-República sino para apuntalar la institución monárquica en la persona del suo figlio, Felipe VI. Un rey que se había dejado corromper frente a un buen rey, esta vez, «el preparao». Buena jugada.
Francisco Jesús García dice
Efectivamente la abdicación fue una maniobra inteligente, pero que duró poco. El 1 de octubre de 2017, el espejismo se evaporó.
La famosa Transición fue en realidad una «Transacción» asimétrica, en la primera de las acepciones de la palabra, un acuerdo político-comercial en el que una parte salió muy beneficiada y otra, consecuentemente, muy damnificada: qué ganó, por ejemplo, Santiago Carrillo, que en 1982 había perdido votantes vertiginosamente y fue expulsado de la dirección del PCE ) .
Y también en su asegunda acepción, una acción de «transigir», pero unilateral. Los intransigentes de uno de los bandos siguen ocupando parcelas decisivas en el Estado (ejército, policía, magistratura, medios de comunicación y, sin duda, también en la política).