Que el vicepresidente 2º y la ministra de Igualdad del Gobierno de España, Pablo Iglesias e Irene Montero, lleven padeciendo durante todo este tiempo de pandemia un auténtico asedio a las puertas de su domicilio, donde viven con sus tres hijos, menores, por parte de una tribu facciosa, y hayan tenido que renunciar a sus vacaciones de verano porque el lugar elegido para pasarlas fue señalado ex-profeso para que la persecución prosiguiera, es indicativo del grado de descomposición moral al que ha conducido la penetración de la mentira y el odio en la sociedad y la democracia españolas.
No se trata de un episodio anecdótico. Es evidente que este acoso fascista no se hubiera producido sin la connivencia de políticos y periodistas reaccionarios, con fuertes anclajes en la gran patronal económico-financiera, duchos en la práctica de la difamación, la mentira y el montaje, de policías de cloaca, sin escrúpulos para elaborar informes falsos, de juristas dispuestos a abrir investigaciones para “ver si encuentran algo” en las cuentas de la formación morada y de colaboradores-sicarios dedicados a extender bulos o informaciones sesgadas en las redes sociales (1) Toda una conjura guiada por el objetivo compartido de acabar con Unidas-Podemos, reducir a la mínima expresión el espacio político que representa y, de paso, romper sus vínculos y, por extensión, los de la propia política con las aspiraciones de la ciudadanía común. Una conjura que es la que configura el marco político que permite a los acosadores, miembros del público de Vox, saberse amparados en posiciones de poder y, consecuentemente, impunes.
A este respecto, resulta especialmente contraproducente para la sana distinción entre el derecho democrático a la protesta y el “todo vale”, el relato que establece la equiparación entre los pasados “escraches” de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) a políticos del Partido Popular, que fueron acciones puntuales de protesta en apoyo de las miles de familias desahuciadas de sus viviendas, y el acoso continuado a la familia Iglesias-Montero junto a su domicilio en Galapagar (Madrid), sin más interés que el de amedrentar. No solamente ha sido el relato más extendido en las grandes plataformas mediáticas, sino también, y ésto es aún más grave, el que ha servido a la jueza de Collado Villalba y a la Fiscalía de Madrid para no ver delito alguno en la participación de una concejala de Vox en los actos de coacción y, por tanto, absolver a los “falsos escrachadores”.
Con independencia de que se pueda compartir o no la idea del escrache (de hecho, no es un asunto que genere precisamente un consenso entre los activistas sociales), no creo que esté de más incidir en lo que lo diferencia sustancialmente de un acoso fascista:
1) En un escrache, los participantes están unidos por una causa concreta en la que se sienten involucrados directamente, como los mencionados desahucios. En una acción de acoso fascista, lo que une a los participantes es una comunión sectaria que lleva aparejada el odio al que se señala como enemigo, eso sí, bien reconocible para que se pueda proceder al oportuno linchamiento.
2) El objetivo de un escrache es hacerse oír ante un gobernante que rechaza atender a l@s afectad@s y presionarle para que resuelva el problema. El de un bullying fascista no es reivindicar nada, sino hacer la vida imposible a un representante público porque no se acepta que esté en el Gobierno, por mucho que esté avalado por las urnas.
3) En un escrache hay indignación, que es el sentimiento que suscita una situación de injusticia. En un acoso fascista, resentimiento y odio, que son las emociones que moviliza la extrema derecha.
Utillizar, por tanto, la falacia de la falsa equivalencia entre ambos, escrache y acoso fascista, implica, por una parte, la denostación del primero como herramienta de protesta y rebeldía social, y, por otra, la paralela absolución del segundo, que no es más que un ejercicio de arrogancia violenta, no de rebeldía.
La asociación del acoso fascista a la violencia no es gratuita, como tampoco lo es considerar el escrache como un ejemplo de lucha, en esencia, no-violenta, asemejable como tal a una huelga.
Veamos:
Desde una comprensión de la violencia como fenómeno multidimensional, cabe distinguir entre la violencia directa y la violencia estructural, entre la violencia causada por quienes cometen de manera intencionada actos destructivos contra la integridad física o afectiva de las personas y la violencia encarnada en las injusticias que forman parte de la misma estructura social. Desde esta perspectiva, resulta evidente que el acoso fascista continuado frente a la vivienda de Pablo Iglesias e Irene Montero constituye un acto de violencia directa, equiparable, por formar parte de la misma lógica destructiva, al propio de las milicias paramilitares cuyo vandalismo político formó parte de la naturaleza misma de los fascismos italiano, alemán e ibérico o al de los grupos fascistas que actuaron en la Transición. De los pasados asesinatos de personas, por ser señalados como “rojos”, a la caza selectiva actual, hay un hilo conductor. Cosa diferente es el escrache que denuncia una situación de violencia estructural, como la negación del derecho constitucional a la vivienda, que jamás puede ser entendido como una expresión de la voluntad de ocasionar daños físicos o morales.
Es la presencia de la violencia directa en el acoso fascista a la familia Iglesias-Montero la que convierte la inhibición del ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, del ministro de Justicia, Juan Carlos Campo y del delegado del Gobierno en la Comunidad de Madrid, José Manuel Franco, dejando que la situación se prolongue sine die, en una preocupante negligencia. ¿Qué tendría que pasar para que tomaran cartas en el asunto y pusieran fin a la situación? ¿No se está, con esta actitud, lanzando el mensaje a la sociedad de que si se le puede hacer la vida imposible a dos miembros del Gobierno, cabría hacer lo mismo con cualquier representante público? Y, yendo más allá, ¿no se está poniendo en riesgo la propia convivencia ciudadana dejando abierta la posibilidad de que esta violencia se extienda a la propia calle si no se corta de raíz? Francamente peligroso. Es esta pasividad, la que, con toda lógica, ha alentado a un grupo de personas a desplazarse a Galapagar para manifestar su solidaridad con los líderes de Podemos y denunciar el acoso a que están siendo sometid@s.
En conclusión: Que por primera vez en democracia dos representantes políticos salidos de las urnas sean señalados como un objetivo concreto a destruir es algo que va mucho más allá de un episodio protagonizado por una tribu de aspirantes a matones. El asunto apela a la calidad misma de una democracia en cuyo seno actúa un frente político, mediático, policial y judicial que pretende que Unidas-Podemos salga del Gobierno de coalición y que ofrece el marco adecuado para que el fascismo patrocinado por Vox ande desbocado, trabajando activamente en pro de la polarización. Lo que hay en el fondo es que no se admite, por parte de posiciones de poder bien definidas, que haya formaciones políticas que apuesten decididamente por la reconstrucción de un proyecto de país socialmente avanzado y democrático y pongan en cuestión los lastres oligárquicos y corporativos que lo impiden. Pero como ésto es difícilmente reconocible, por pura vergüenza, se suple con una estrategia guerra-civilista que, como demuestra el acoso fascista en Galapagar, goza de un público predispuesto a digerir la mentira y compensar su ignorancia reafirmándose en el odio, algo más fácil que esforzarse en pensar.
Ni hay que ser de Unidas Podemos, ni progresista para verlo. Sólo demócrata. Afortunadamente hay muchísimas personas que lo entendemos así.
(1) Excede las dimensiones de este artículo hacer un listado de los infundios, acusaciones y querellas de que ha sido objeto en los últimos años hasta el mismo día de hoy la formación morada y que, sin excepción, han quedado y siguen quedando desmentidas por la realidad, pero, desgraciadamente, instaladas en la sociedad.
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