La cuestión sobre la que Pedro Brieger nos invita reflexionar en este foro viene dictada por la restauración conservadora que parece anunciarse con el vuelco político que se ha producido en algunos países de América Latina tras una década política protagonizada por gobiernos progresistas. Yendo un poco más allá: ¿Es la involución conservadora el camino inexorable hacia el que conduce la encrucijada actual?
Esta situación de “interregno” no es nueva, si se contempla la historia de América Latina en la larga duración. Remite, por una parte, a la conservación y reproducción de las viejas inercias de la era postcolonial, fruto de la concentración oligopólica del poder y, por otra, a la continua reactualización de las tradiciones emancipatorias, en una compleja evolución histórica jalonada de procesos revolucionarios, contrarrevolucionarios y reformistas en permanente tensión. Dichos procesos expresan la cambiante correlación de fuerzas en cada país y período histórico y ha tenido su traducción, en el plano político, en el papel cambiante del Estado en la historia latinoamericana.
Esta somera sinopsis histórica pretende explicarlo:
Durante la Edad Moderna (siglos XV-XVIII) la colonización de América, surgida del poderoso vínculo entre la expansión territorial de las monarquías hispánica y portuguesa en el siglo XVI y el impulso económico del capitalismo comercial, supuso la destrucción del mundo precolombino y la integración del subcontinente en los circuitos del capitalismo comercial como abastecedora de fuerza laboral, fuente de materias primas y área de mercado para los productos industriales, en detrimento de las poblaciones autóctonas.
El conflicto nuclear en la crisis del régimen colonial fue el que enfrentó a los grupos de poder metropolitano, defensores del monopolio del Estado en el comercio, y las élites criollas americanas,, partidarias del libre comercio y desplazadas del poder político. Fueron estas élites, interesadas en romper el dominio metropolitano sin que ello afectara a las estructuras socioeconómicas de dominación las que marcaron los límites al impulso emancipatorio, lo que no impidió la articulación de poderosos movimientos populares a lo largo y ancho del subcontinente. En el caso de Haití, ex-colonia francesa y primer país independiente de América Latina (1810), la revolución nació en los barracones de esclavos.
Una vez fracasados los proyectos integradores de los grandes líderes independentistas, fundamentalmente Bolívar, los nuevos estados surgidos de la extinción del dominio español y portugués siguieron, a excepción de Brasil, que conservó su integridad territorial, las demarcaciones territoriales de la época colonial. Nacieron, por tanto, sin apoyo en una conciencia nacional previa. De ahí el peso histórico que en la evolución de los países latinoamericanos han tenido las rivalidades entre estados y el caudillismo militar.
En este marco de atomización política, con estados débiles y manejables, Gran Bretaña se convirtió en la nueva potencia hegemónica hasta la Gran Guerra (1914-1918), siendo desbancada después por Estados Unidos. Fue el contexto, fruto de la “alianza” entre el capital extranjero y las oligarquías locales, en el que subsistió el legado colonial. Los países latinoamericanos se integraron en el sistema mundial con economías especializadas en uno o dos sectores básicos de exportación, agrícolas, ganaderos o minerales, y dependiendo de la inversión exterior. El precio a pagar fue el intervencionismo militar, sobre todo de Estados Unidos, y los conflictos y guerras fratricidas entre estados.
Tras el largo período de inestabilidad y guerras civiles posterior a la independencia (1825-1850), se generalizó en América Latina, entre mediados del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, el modelo de república oligárquica, que conformó, bajo la máscara del liberalismo, el marco institucional adecuado para la concentración del ingreso en manos de una oligarquía de terratenientes, propietarios de minas y grandes comerciantes y para la implantación del capital exterior, primero británico y después estadounidense, en las finanzas públicas, los sectores productivos y las infraestructuras necesarias para la explotación eficaz de las materias primas y su exportación, como puertos, ferrocarriles, sistemas de comunicación y equipamientos urbanos.
En este contexto de “modernización dependiente”, la necesidad masiva de fuerza de trabajo sentó las condiciones, en el último cuarto del siglo XIX, para la ingente llegada de inmigrantes, la formación de los primeros grandes núcleos obreros, con una fuerte presencia en la minería, los puertos y los ferrocarriles, la extensión del sindicalismo, el socialismo y el anarquismo y la irrupción en la arena política de los grupos sociales subalternos del campo y la ciudad, desde donde se forjó el vínculo entre “lo nacional” y “lo popular”. Fue el marco en el que tuvo lugar la Revolución mejicana (1910-1921), la primera revolución social en la historia del siglo XX, que, gracias a las masivas movilizaciones, abrió un período histórico en el que el Estado adquirió una nueva fisonomía como impulsor de profundas transformaciones sociales, como la reforma agraria y la laicización de la enseñanza.
El crack de Wall Street en 1929 y la consiguiente depresión económica de los años 30 marcaron un antes y un después en la sociedad, la economía y la política latinoamericanas. La drástica disminución de la producción industrial en Estados Unidos y Gran Bretaña, entre otros países industrializados, la consiguiente caída del volumen y el precio de las exportaciones latinoamericanas y la brusca interrupción de los flujos de capital extranjero provocaron la bancarrota económica y fiscal y propagaron el desempleo, la ruina y el hambre entre las masas populares, poniendo en evidencia la fragilidad de un modelo económico basado en la exportación de bienes primarios. Con ello, se abrió una etapa de insurrecciones populares y contraofensivas oligárquicas mediante golpes militares.
El colapso del orden liberal tras el crack del 29 fundamentó un nuevo modelo de desarrollo nacional a través de la industrialización por sustitución de importaciones, que sólo se consolidó a fines de los años 40 y en la década de los 50 del pasado siglo. Este modelo, a diferencia del anterior, orientado hacia el exterior, requería la constitución de un mercado interno que, necesariamente, debía proceder de la incorporación de la población trabajadora al consumo y a la vida política nacional. De ahí que, ante la debilidad de las burguesías nacionales, el Estado adquiriera un papel protagonista como promotor de la industrialización, mediante las nacionalizaciones y la constitución de empresas públicas, manteniendo, sin embargo, el peso económico del del sector agroexportador y el capital extranjero.
El Estado basado en el compromiso nacional y social constituyó el modelo político adecuado al impulso industrializador. Este modelo, cimentado en la fuerza contestataria de los movimientos populares, atribuye al Estado la responsabilidad y la capacidad para construir la nación mediante la articulación del interés privado y las demandas sociales. En su implementación, el papel sustancial correspondió al reformismo social, frente al reformismo democrático, orientado al juego electoral y la lucha de partidos, que pasó a segundo plano. En este escenario el Estado impulsó políticas sociales, en algunos casos de gran potencial transformador, como la reforma agraria, y se hizo depositario del compromiso con la salud y la educación de los trabajadores, siempre dentro de estructuras autoritarias y/o paternalistas, con fuertes liderazgos personales, que no excluyó la participación de los sectores más progresistas de las fuerzas armadas.
El desarrollo del Estado basado en el compromiso interclasista no se extendió de forma generalizada por América Latina. Lo hizo, fundamentalmente por aquellos países donde los sectores populares fueron actores significativos del juego político. Ejemplos emblemáticos, salvando distancias, se dieron en Méjico, con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934.1940), en Argentina, bajo el liderazgo de Juan Domingo Perón (1943-1955), en Bolivia, durante las presidencias de Víctor Paz Estensoro y Hernán Siles Suazo (1952-1964) y en Brasil, durante el mandato de Getulio Vargas (1930-1954). Fue precisamente en este país, con el golpe militar de 1964, liderado por el general Castelo Branco, donde se puso en marcha la contrarrevolución conservadora que dio lugar al rosario de dictaduras militares de los años 70.
El modelo industrializador por sustitución de importaciones bajo el patrocinio, no hegemónico, del Estado social no superó la debilidad estructural en origen y siguió dependiendo del exterior: de las tecnologías importadas y del capital financiero estadounidense. Dos factores decisivos intervinieron en su agotamiento: en primer lugar, la reafirmación de la hegemonía estadounidense en el marco de la Guerra Fría, directamente vinculada al interés en disciplinar a la fuerza laboral y reprimir la fuerza insurreccional de las masas populares, bajo la pantalla del “anticomunismo”; y, en segundo lugar, la crisis económica derivada de la crisis petrolera de 1973.
Puede considerarse a la década de los 60 y primeros años de los 70 como una etapa de transición en América Latina, de clara encrucijada. Durante este período se produjeron procesos revolucionarios sin precedentes que tuvieron un profundo impacto mundial. La revolución cubana, triunfante en 1959, demostró la posibilidad de construir un orden social alternativo al capitalismo y al imperialismo estadounidense, con profundas transformaciones estructurales, como la reforma agraria, la nacionalización de empresas estadounidenses, la alfabetización de la población y la universalización de la sanidad. Su impacto en América Latina se manifestó en el auge del movimiento obrero y estudiantil, la extensión de la lucha guerrillera, el surgimiento de guerrillas urbanas, como los montoneros de Argentina y los tupamaros de Uruguay, y el empoderamiento general de las fuerzas progresistas. En este escenario, el triunfo electoral de la Unidad Popular en Chile, con Salvador Allende al frente, abrió el espacio a la idea de que era posible la construcción del socialismo a partir de una cambio institucional pacífico. En 1979, la revolución sandinista de Nicaragua constituyó un último episodio de este período emergente de luchas populares.
Los golpes militares de 1973 en Chile y de 1976 en Argentina, que auparon a los generales Augusto Pinochet y Jorge Videla a las presidencias respectivas de ambas repúblicas, sellaron el cierre simbólico de este período. Ambas dictaduras se convirtieron en el campo de operaciones para la implantación, por la vía del terrorismo de Estado, de un nuevo orden económico social basado en el neoliberalismo, tendente a asegurar la integración en los circuitos financieros a través de la total apertura al capital extranjero, la eliminación del proteccionismo y la subordinación política a los intereses hegemónicos de la primera potencia mundial. Esta fue la función de los regímenes militares que proliferaron en los años 70, si exceptuamos el de Velasco Alvarado en Perú (1968-1975), con una dinámica propia vinculada al modelo de Estado de compromiso social bajo supervisión militar.
La destrucción “manu militari” del Estado social, nunca consolidado, y la desarticulación de toda oposición, castigada con el crimen de estado, la prisión, la tortura, la persecución y el exilio, constituyeron la fase previa a la implantación de los “programas de reforma y ajuste estructural”, contenidos en el “Consenso de Washington”, de la mano de gobiernos civiles, como el de Carlos Menem en Argentina (1989-1999), Carlos Salinas de Gortari en Méjico (1988) o Alberto Fujimori en Perú (1990-2000).
Estos programas se inscriben en el marco de la contraofensiva conservadora impulsada por el núcleo dirigente de la economía mundial, representado en Wall Street, el Banco Mundial y el FMI y encarnada en los mandatos de Ronald Reagan en Estados Unidos (1980-1989) y Margaret Thacher en Gran Bretaña (1979-1990), con un claro objetivo: la expansión global del mercado en beneficio de las grandes corporaciones privadas, bajo la hegemonía del capital financiero. Esta inflexión de prioridades atribuyó al Estado la función de constituir el marco político para garantizar negocios, mediante privatizaciones de empresas y bienes públicos, tratos fiscales de favor al gran capital, desarme arancelario y precarización de las condiciones laborales.
La aplicación sin paliativos del recetario neoliberal vino precedida en América Latina por la gran crisis de la deuda externa de 1982, fruto del impacto de la crisis petrolera de los años 70 en el alza sin precedentes de las tasas de interés, impuesta por el capital financiero para contrarrestar los efectos de la subida de los precios del petróleo. Esta situación sirvió para que dicho recetario fuera publicitado a lo largo y ancho del continente como la única alternativa posible a la crisis. Sin embargo, no generó el deseado consentimiento social. En los años 90 se desató una oleada de protestas y movimientos sociales en favor de los derechos sociales y la representatividad política. En esta “nueva ola” adquirieron un protagonismo sin precedentes los movimientos indigenistas, sobre todo en los países andinos, en defensa del derecho a la tierra y a la protección de los recursos naturales frente al expolio de las empresas multinacionales. Ejemplo paradigmático de ello fue la “guerra del agua” del año 2000 en Cochabamba (Bolivia) contra la privatización impulsada por el Banco Mundial. La reactivación de la sociedad civil se puso de manifiesto también en los movimientos campesinos, especialmente en Brasil, y en el impacto continental de la contestación sindical u obrera.
La revolución del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, iniciada el día de Año Nuevo de 1994, tras el ingreso de Méjico en el NAFTA, el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, supuso la irrupción en la escena política de las reivindicaciones de la población indígena y abrió la primera gran fisura a la hegemonía del proyecto neoliberal. El segundo gran aldabonazo tuvo lugar en 1998, con la elección a la presidencia de Venezuela de Hugo Chávez, que proclamó la Revolución Bolivariana y abrió la etapa de gobiernos progresistas de la primera década del siglo XXI, siendo sus ejemplos más significativos, además del de Hugo Chávez, el de Evo Morales en Bolivia (a partir de 2006), primer presidente indígena de la historia de América Latina, el de Rafael Correa en Ecuador (2007-2017), los de Néstor y Cristina Kirchner en Argentina (2007-2015), los de Lula y Dilma Rousef en Brasil (2003-2016), el de Michelle Bachelet en Chile (2014-2018) y el de José Múgica en Uruguay (2010-2015). Al margen de sus evidentes diferencias, todos ellos coincidieron en la idea de que el Estado-nación desempeña un papel clave en la construcción de un nuevo orden social, basado en la redistribución equitativa de la riqueza, y de un nuevo modelo de integración económica de los países latinoamericanos, superando la hegemonía estadounidense. Fueron expresión de ello la fundación, en 2004, del ALBA (Alternativa Bolivariana para las Américas), patrocinada por el Gobierno venezolano, la formación, en 2010, de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños ) y la creación, en 2011, de UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas), dejando fuera a Estados Unidos.
Tras la crisis de 2008-2009 y la posterior recesión económica, que se extendió desde Estados Unidos al resto del mundo, se inició una nueva contraofensiva conservadora contra los gobiernos progresistas. Enmarcado en el contexto abierto en la década de los 80 con la extensión del modelo demoliberal, esta reacción se ha extendido sin el tradicional recurso al golpe militar. La bota militar ha sido sustituida por el uso y abuso de las instituciones parlamentarias, la judicatura y los poderes mediáticos para destituir e inhabilitar presidentes e influir en los procesos electorales en favor de determinados candidatos. Momentos significativos de este proceso fueron la destitución de Manuel Zelaya en Honduras en 2009, de Fernando Lugo en Paraguay en 2012 y de Dilma Roussef en Brasil en 2016, el encarcelamiento de Lula da Silva en 2018 y el triunfo electoral de Mauricio Macri en Argentina en 2015. Un caso profundamente significativo en esta involución, de cara al futuro, es el del reciente triunfo electoral de Jair Bolssonaro en Brasil, con el que se ha puesto de manifiesto la resistencia del proyecto neoliberal a aceptar su caducidad recurriendo a fórmulas chovinistas que suscitan una gran adhesión popular, en línea con el impulso ultraderechista de la Casa Blanca bajo la presidencia de Donald Trump. No es ajeno a este retroceso derivas autoritarias internas, como la de Nicaragua, consecuencia de la claudicación del Gobierno de Daniel Ortega y su deriva hacia el terrorismo de estado.
En este contexto de involución también operan factores adicionales internos que han neutralizado el potencial emancipatorio de los gobiernos de la “década dorada”. Son fundamentalmente:
1.- La persistencia de la corrupción, un mal endémico incrustado en el “modus operandi” del Estado.
2.- El mantenimiento de un modelo productivo dependiente de la exportación de materias primas en perjuicio de proyectos de soberanía económica.
3.- El déficit de herramientas culturales para integrar los programas sociales en un modelo cultural más amplio, que genere espacios inclusivos para la autoformación de mayorías cívicas, algo incompatible, por poner un ejemplo, con programas televisivos como el “Aló presidente” de Hugo Chávez.
La década de gobiernos progresistas y la nueva contrarrevolución conservadora ha situado a América Latina en una nueva encrucijada histórica, que puede estar simbólicamente representada por los presidentes Jair Bolsonaro en Brasil y el progresista López Obrador en Méjico. No hay nada cerrado y el futuro está abierto.
En esta situación, queda aún por definir una cuestión clave: el papel del Estado como vertebrador de la sociedad civil y de la comunidad latinoamericana de pueblos, naciones y culturas.
Hannia Campos B. dice
Una clase de historia!Bravo! Resumida de un modo magistral! Nuevamente te reitero que me estás instruyendo y te doy las gracias! Gracias! 👌👏👏👏🌷
Juan Carlos Rodríguez Núñez dice
Como siempre sintético sin llegar a la simplificación. Hecho de menos algo sobre la influencia de las religiones, como la de la Teología de la liberación en el empoderamiento de los pueblos oprimidos y el papel del integrismo religioso en las intervenciones externas que sufre todo el área.
Muchas gracias por tu análisis.
JAVIER SEGURA dice
Muchas gracias por tu comentario. Muy certera tu observación. Oído.