Los atentados del 11 de Septiembre de 2001 en Estados Unidos, que provocaron el derrumbe de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York y la muerte de cerca de 3.000 personas, fueron interpretados por la Administración Bush como una declaración de guerra y no como lo que realmente fueron, un crimen terrorista de lesa humanidad. Así, tuvo la justificación perfecta para lanzar la “guerra contra el terror”. ¿Para qué juzgar y castigar a los culpables si se puede ofrecer al mundo el espectáculo de una exhibición de fuerza que luego puede brindar argumentos a Hollywood?
El concepto de “guerra contra el terror” es, en sí mismo, un contrasentido”. Combatir el terrorismo multiplicando el terror mediante la guerra y hacerlo en un país específico, cuando el terrorismo no tiene un territorio fijo, conduce a que el terrorismo que se dice combatir se retroalimente. Un círculo vicioso que sólo puede camuflarse a base de propaganda. En realidad, el lanzamiento de la “guerra contra el terror” tenía como propósito no declarado dotar a Estados Unidos de la cobertura adecuada, la lucha contra el terrorismo, para justificar como legítima defensa las violaciones de los derechos humanos y disfrazar de nobles intenciones el uso de su poder estratégico y militar a escala global, el más letal de la historia de la humanidad. Estados Unidos debe su supervivencia como primera potencia mundial a la guerra, y no hay guerra que se sostenga sin mentiras.
Afganistán fue escogido como el primer laboratorio de la “guerra contra el terror”. La Casa Blanca argumentó que los ataques del 11 de Septiembre habían sido organizados desde dicho país y acusó a los talibanes afganos, en el poder desde 1996, de proteger a Al-Qaeda y a su líder, Osama Bin Laden, presunto cerebro de los atentados. De esta forma, quedaron definidos los objetivos de la intervención militar estadounidense: acabar con las bases de al-Qaeda en Afganistán , capturar a Bin Laden y liberar al pueblo afgano del régimen opresor de los talibanes.
En Octubre de 2001, se inició la intervención estadounidense con operaciones de bombardeo, que sembraron la devastación, el terror y la muerte de miles de civiles, incluyendo mujeres, niños y niñas, La campaña fue bautizada, de manera perversa, con el nombre de “Enduring Freedom” (“Libertad duradera”) e incluyó multimillonarios sobornos para obtener la colaboración de los llamados “señores de la guerra” en la formación de la Coalición del Norte, un ejército formado por uzbecos y tadjicos, dos de las etnias que forman parte del país, enfrentadas a los pashtunes, la etnia mayoritaria a la que pertenecen los talibanes. ¡Divide y vencerás!
Ante la violencia de los bombardeos, los talibanes se mostraron dispuestos a extraditar a los terroristas y a juzgar a Bin Laden en un tribunal islámico. Al fin y al cabo, Estados Unidos fue su antiguo aliado en la guerra que, entre 1979 y 1992, les enfrentó a la República Popular de Afganistán, fundada en 1978, y a las tropas soviéticas que intervinieron en apoyo de la misma.. Sin embargo, Washington rechazó entonces cualquier propuesta de negociación. Es ésta una cuestión crucial a la que los grandes medios de comunicación no prestaron atención. Había que establecer claramente quién era el enemigo y los talibanes, agentes del fundamentalismo islámico, cumplían a la perfección el papel. Afortunadamente, hay historiadores que van a los archivos.
Las operaciones militares hicieron caer en dos meses al Régimen talibán, pero no sirvieron para capturar a Bin Laden, que sería ejecutado diez años después en Pakistán, durante la presidencia de Barak Obama, por un comando estadounidense que actuó a espaldas del Gobierno local. ¿Para qué detener y juzgar a este antiguo colaborador de la CIA pudiendo hacerle desaparecer? Sin Bin Laden en Afganistán y con Al-Qaeda como un huésped marginal del país, comenzó a organizarse, bajo la égida de Estados Unidos, la ocupación y administración del territorio. Se puso al frente del “nuevo Estado” al gobierno-títere de Hamid Karzai y se desplegó una fuerza internacional, autorizada por la ONU, formada por la OTAN y otros países aliados. Es evidente que la ONU actuó en este caso como el escudo que sirvió para enmascarar el unilateralismo de la Administarción Bush.
A pesar de todo, el gobierno efectivo de la mayor parte del territorio nunca estuvo en manos ni de las fuerzas ocupantes ni del Gobierno de Karzai, sino de los llamados “señores de la guerra”. Ésto facilitó que los talibanes, que habían huido pero que nunca depusieron sus armas, volvieran al combate a partir de 2005 y que en 2019 hubieran establecido el control, directo o indirecto, sobre, prácticamente, el 70% del país. Lo permitieron las donaciones procedentes de los musulmanes integristas de distintos países y, especialmente, el contrabando de opio.
Un inciso:
Que los talibanes se financiaran gracias al opio, cuyas exportaciones aumentaron exponencialmente durante la guerra, no se explica sin la complicidad de los ocupantes y la participación en el negocio de los “señores de la guerra”, las fuerzas de seguridad afganas, formadas y equipadas por Estados Unidos, y el propio Gobierno afgano, con Ahmid Karzai, primero, y Ashraf Gjani, después. Todo parece indicar que, las ganancias del narcotráfico sirvieron tanto al rearme talibán como a la conversión de la Administración afgana en un narco-estado. Hay que tener en cuenta, a este respecto, que Afganistán produce en torno al 90% del opio munidial.
Ha sido una guerra de 20 años, que no ha concluido con Afganistán convertido en un paraíso de la libertad, sembrado de establecimientos Starbucks, Burger King o McDonald,s, sino con la retirada, durante las dos últimas semanas de Agosto, de las tropas y el personal diplomático de Estados Unidos y los países aliados, entre ellos España, la evacuación de parte de los colaboracionistas afganos y sus familias, y la toma del poder por los talibanes, que no encontararon resistencia alguna en su rápido avance por el país hasta llegar a Kabul. El guión, conviene señalarlo, se gestó en Febrero de 2020, en que el Gobierno de Donald Trump, y los talibanes firmaron el acuerdo para la retirada definitiva de Estados Unidos y sus aliados del país en un plazo de 14 meses. Básicamente, lo mismo que podía haberse hecho en 2001.
La gestión del acuerdo recayó en la Administración Biden. Durante su aplicación final el caos se adueñó del aeropuerto de Kabul, con miles de personas desesperadas por salir del país en alguno de los vuelos de repatriación y, en las inmediaciones del aeródromo, tuvo lugar, el 26 de Agosto, un doble atentado terrorista, reivindicado por el Estado Islámico, que segó la vida de en torno a 170 personas, entre ellas 13 militares estadounidenses, e hirió a otras tantas. Un escenario dantesco que ha dejado constancia de la inconsistencia de la doctrina de la “guerra contra el terror”.
La guerra de Afganistán ha sido una de las más cruentas y caras desde la guerra del Vietnam. Un cuarto de millón de personas perdió la vida a causa directa de la invasión y de las dos décadas de conflicto, un tercio de las cuales fueron civiles, “daños colaterales”, y el coste de la intervención militar ascendió a más de 2 billones de dólares, es decir, algo más de 100.000 millones de dólares al año, una cifra equivalente al PIB de muchos de los países del Tercer Mundo, que salió de los bolsillos de los contribuyentes para engrosar las cuentas de resultados del complejo militar-industrial estadounidense. ¿Dónde está la rendición de cuentas?
Para los grandes medios de comunicación occidentales, los crímenes de guerra de Estados Unidos en Afganistán son un tema tabú. En 2010, Julian Assange difundió mediante Wikileaks más de 700.000 documentos clasificados sobre las operaciones militares y diplomáticas estado-unidenses, sobre todo en Afganistán e Irak, que revelaron crímenes de guerra y de lesa humanidad, detenciones extrajudiciales, actos de tortura, como en Guantánamo, y otras violaciones de derechos humanos. Esta información, que ponía en evidencia las políticas estadounidenses de destrucción y pillaje emprendidas con el pretexto de la “guerra al terrorismo”, fue la razón por la que la diplomacia de Donald Trump emprendió una operación judicial encubierta contra el periodista. Hoy Julián Assange, espera en una prisión londinense una resolución sobre su extradición a Estados Unidos, donde podría ser condenado a 175 años de prisión, es decir, a cadena perpetua acusado de espionaje.
A la luz de todo lo dicho, es evidente que Estados Unidos no fue a Afganistán a luchar contra el terrorismo. Si así hubiera sido, la ocupación militar no hubiera durado 20 años. Tampoco se pasó por allí para salvar al pueblo afgano del yugo talibán. Afganistán sigue siendo en la actualidad uno de los países más empobrecidos del mundo, con un 70% de la población bajo el umbral de pobreza. Es cierto que en estos años, las mujeres tuvieron un acceso a la escuelas y la universidad del que carecieron bajo la sharía, la ley islámica, que, de manera draconiana, impuso el Régimen talibán. Sin embargo, este progreso no autoriza a atribuir al Ejército estadounidense un interés humanitario (1) En realidad, tal como señala el profesor, ex-diplomático y analista especializado en Geopolítica, Augusto Zamora, “la guerra contra el terrorismo fue el pretexto de Estados Unidos para hacerse con el control de Afganistán y, desde este estratégico país, proyectar su poder militar y político en Asia Central”, una región llamada a jugar un papel fundamental en el tablero geopolítico mundial. Al final, el proyecto quedó en un estrepitoso fracaso.
Los problemas de Afganistán no empiezan con la reimplantación del fascismo islámico de los talibanes (2), como parece desprenderse del lugar común que subyace al aluvión mediático a que ha dado lugar la retirada de Estados Unidos y sus aliados. La guerra no ha obedecido a la contraposición entre civilización y barbarie, siempre tan cara a Occidente para justificar su expansionismo. Estados Unidos se va y deja al país sumergido en una situación de postguerra, gobernado por los que fueron denominados como “guerreros de la libertad” frente a los soviéticos, y ello es consecuencia directa de su intervención y de la forma en que ésta fue enfocada.
Parece que la idea de “Imperio” es incompatible con la paz, la libertad, la justicia y la verdad.
(1) Hay que tener en cuenta que las mujeres afganas sólo empezaron a ser noticia cuando Estados Unidos invadió el país y que fueron los propios Estados Unidos los que contribuyeron a acabar con los avances en los derechos de las mujeres que tuvieron lugar en Afganistán en los años 70. Lo hicieron financiando y armando contra la República Popular a los muyahidines islámicos, para los que los decretos destinados a liberar a las mujeres resultaban blasfemos. ¡Menos hipocresía!
(2) El fascismo se caracteriza por invocar identidades, como la nación o la religión, para aducir amenazas y señalar enemigos. En el jihadismo, este papel lo juega el Islam. Por eso hablo de fascismo islámico.
“Noviolencia”, obra de Karl Fredrik Reutersward expuesta en la seda de Naciones Unidas en New York:
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