En los tiempos que corren, forma parte de la estrategia del poder establecido, del que se empeña en dominar y controlar en vez de representar de manera efectiva y real a la ciudadanía, sembrar las condiciones para que se genere el caos para luego presentarse como salvador. Es lo que ocurre cuando alimenta y financia guerras que devastan países, como Irak, Afganistán o Siria, para luego hacerse cargo de la reconstrucción por los altos dividendos que ésta genera; cuando estrangula la economía de un país mediante sanciones y bloqueos, como Venezuela, para luego enarbolar la bandera de la redención; cuando propicia que las personas emigren forzadas por la desigualdad que el propio poder genera y naufraguen en el mar por los obstáculos impuestos al salvamento marítimo, como en el Mediterráneo, para luego presentarse como el buen samaritano estableciendo cuotas ridículas de reparto de migrantes entre países; cuando, por negligencia consciente o, directamente, impulsando medidas que abren las puertas a quienes queman los bosques para explotar los recursos naturales del subsuelo, como ha hecho Bolsonaro en Brasil, contribuye a que se desaten incendios forestales, como los que este verano se han extendido a lo largo y ancho del planeta, desde Gran Canaria a Portugal, desde Alaska a Siberia o desde el Sur de África a la Amazonia, para luego ejercer de filántropo preocupado por la extinción de los mismos y la reparación de las personas afectadas. Es una estrategia que este poder, ajeno al bien común, acompaña desacreditando y criminalizando a quienes ponen en tela de juicio estas “reglas del juego”, acusándoles de lo que es para, así, mostrarse como lo que no es y lavar sus culpas. Son sólo unos cuantos ejemplos que sólo intentan hacer visible la conexión entre fenómenos en este mundo globalizado, precisamente, por la existencia de un poder global.
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